Empequeñecerse es una tarea que solo pueden hacer los grandes. Requiere consistencia a través del tiempo, tenacidad y una deformada concepción de las cosas. En tenis, por ejemplo, ha de ser imperativo sentir, como una diosa omnipotente, que siempre el destino de cada juego pasa por tus atributos. Que el de enfrente es mera comparsa, y que las únicas explicaciones a una derrota tienen que ver con el juez, el racismo, el masculino mundo o que ese día no estuviste fina con tus golpes. No hay lugar para otros argumentos probables como el paso del tiempo o las virtudes de tu rival, a la que has tratado de intimidar gritándole sus errores cada vez que dejaba una pelota en la red.
Para disminuirse progresivamente ante los ojos de todos es necesario hablar de uno mismo en tercera persona. “Ella sirvió bien, pero yo no devolví como Serena. Si tenemos que ser honestos, el desenlace es entera responsabilidad mía. Yo fui la que perdió este partido”, explicó, incrédula, la menor de las Williams, una de las tres mejores tenistas de la historia.
Esa incredulidad se explica a partir del único antecedente que presentaba ante la china Qian Wang, a la que hace tan solo cinco meses atrás Serena barrió por 6-1 y 6-0 en los cuartos de final del Abierto de Estados Unidos. “No puedo jugar así a esta altura de mi carrera, es poco profesional”, volvió a decir Serena, sin otorgar crédito a una rival que la dejó, de momento, sin la posibilidad de conquistar su vigésimo cuarto torneo de Grand Slam, con el que hubiese alcanzado a Margaret Court en el parnaso de títulos femeninos de la era Abierta. Visto así, no es lógico que ella que venía de ganar en Adelaida e hilvanaba siete triunfos, se despida en tercera ronda ante la número 29 del mundo; que es una obrera del deporte pero sin el talento, la potencia y los laureles de la inmensa Williams.
Como bien consigna en “Mujer negra de caderas anchas”, la estupenda apología que de ella hace Ezequiel Fernández Moores, Serena posee el talento y la fuerza interior para abrirse paso en un contexto que no le fue y que no le sigue siendo favorable.
Este ascenso vertiginoso no se ha producido, eso sí, sin deformarle algunos aspectos de su personalidad. Hace unos años ‘Queen’ Serena, como la llaman en su círculo privado, amenazó de muerte a una jueza de línea en pleno partido del US Open. Luego, en el 2018, en el mismo escenario insultó al riguroso referí Carlos Ramos por acusarla de hacer trampa. Y en el último Roland Garros desalojó a Dominic Thiem de una sala donde estaba brindando una conferencia de prensa porque afirmaba que era su turno y no quería esperar.
Las declaraciones de ayer de Serena no hacen sino reafirmar su condición de diva que no acepta que el panorama del tenis, de a pocos, empieza a reconfigurarse. Suponiendo que tuviese razón y que, en efecto, el partido del jueves por la noche lo hubiese perdido porque lo jugó decididamente mal, no debería decirlo por respeto a su oponente. ¿Ustedes imaginan a Wozniacki, Halep o a Venus, su propia hermana, declarando de esa forma? Ni qué decir de Nadal, Federer o Djokovic.
“Tuve suerte”, manifestó un humilde Roger tras su parturienta victoria contra Millman en cinco sets. En contraparte, Serena no ha entendido todavía que una porción de la grandeza que ha conseguido dentro de los courts se esfuma cuando confunde sus propios humos con las nubes de la madre naturaleza.
Empequeñecerse es una tarea que solo pueden hacer los grandes.
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