Aunque era una reunión de despedida vía zoom, parecía más bien un reencuentro de colegio en El Pueblo. Como si hubieran pasado largos años sin vernos, no meses, y fuera solo la celebración de la amistad, no una partida. En una pantalla estaba él, Pedro Ortiz Bisso, POB, y en la otra una legión de reporteros amigos que lo vieron crecer, madurar, hasta llegar a ese árbol frondoso que es hoy. Cuando hablaron quienes hablaron, se notó aún más: uno por uno, quienes le dedicaron un mensaje, iban recordando a Pedro con palabras como “maestro”, “docente y decente”, “guía”, cuando no con frases del tipo “me educó en el periodismo”, “hizo mejor cada nota mía” o “tuve la suerte de que sea mi editor”. En uno de esos cuadraditos que permite zoom en su plataforma, el rostro del todavía subdirector de El Comercio se iba a transformando, ocultándose casi, conforme escuchaba, hasta parecer otra vez, ese muchacho con muchas ilusiones que pisó El Comercio a inicios de los 90. Estábamos derritiendo al hielo. Modificando a la roca. Luego le escribí al WhatsApp.
-¿Casi te arrancamos una lagrimita, no?
-Ahí, ahí.
Hasta el último día como trabajador de El Comercio, Pedro Ortiz Bisso fue ese hombre sereno, imperturbable ante el terremoto de su partida, cuya lección es que no hay tiempo más que para volver a empezar.
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La primera vez que lo escuché -en DT, para los nuevos, jóvenes, inexpertos Pedro era LA voz- fue al teléfono, como jefe de la Mesa, una suerte de buró inaccesible al que yo respetaba como si fueran los apóstoles. Sonó el anexo 5853. Su eco de ultratumba dijo: ¿Aloh? Luego añadió, yo recuerdo, que la nota equis tenía equis errores, que debíamos cotejar el textual correcto con el audio del programa de El Veco y que era para ayer, porque esa nota ya debía irse a Pando, nuestra planta. No dijo necesariamente eso -las lisuras son mías- pero escuché: “Carajo, ¿quién escribió la nota?”, en una sana intención por hacer docencia, no de criminalizar. En su postura de cubrirnos las espaldas y de proteger el prestigio del diario al que tanto ha dado y que tanto lo va a recordar.
El autor era yo pero no lo dije, supongo que por este autodestructivo perfil bajo que cargo y aunque no lo he agradecido como debía, al día siguiente, esa breve nota que nadie nunca leyó y que a nadie iba a cambiarle la vida, me la cambió a mí.
Sospecho que los casi 40 periodistas que nos juntamos en ese zoom para despedirlo, contamos una historia parecida.
Fue mejor nota aquella, más prolija, básicamente porque había sido vista por sus ojos de editor. No todos han tenido esa suerte: un editor es un cómplice, un curioso, un preguntón sobre el reportaje que acabas de entregar, y no solo un censor que califica lo bueno de lo malo. Así, siembra. Me han tocado, por lejos, los mejores. Uno de ellos, en secciones tan distintas como Deportes o Metropolitana, en áreas tan veloces como la jefatura de las redes sociales o con cirujano cuidado como la edición de cierre de portada por más de una década, ha sido Pedro Ortiz.
Desde ese día, y ya luego con los años, supe que si alguna cosa iba a escribir después tenía que pasar por su bandeja de e-mail, por su chat de msn y hasta el último aniversario de la ‘U’ por su WhatsApp, solo para ser mejor.
El coro de periodistas que lo van a extrañar es tan grande que ya no alcanza sitio. Sus redes sociales son, en estos días, el resumen de su transparente carrera. Qué alegría tanta música agradecida. Qué suerte. Por eso, sospecho, en el colmo del egoísmo, una larga fila de reporteros de El Comercio le hemos escrito, al privado, con la esperanza de que aún en sus nuevas obligaciones personales, siga siendo la voz adulta que mejora todo lo que lee y aprueba su publicación solo si cumple con sus rigores.
Mario Fernández, esa institución, se refiere a él siempre “Pedro, mi hermanito”, pero intuyo que se queda corto. Es el papá de al menos dos generaciones de periodistas, es el policía que vigiló sus accidentes, es el hombre cercano, adusto, cálido, mitad policía soviético y mitad oso de felpa, que le entregó lo mejor que tenía cada día de estos 30 años a El Comercio. Y hoy que se va, para cumplir otras labores, nos damos cuenta de que no hay cómo devolverle todo eso a la altura.
Porque es impagable.