Desde la configuración de las primeras formas de Estado, se debatió la importancia que debía tener la atención de los ancianos. Ya entre los años 400-300 a.C., tanto Platón como Aristóteles justificaban razones morales y económicas para desarrollar esquemas en favor de este segmento. Más allá de que luego, en el Imperio Romano, la Edad Media y entre los S. XVII y XVIII se destacaran algunas iniciativas aisladas, no fue hasta finales del S.XIX, en medio de profundas disputas sociales, que surgió el primer desarrollo nacional para enfrentar el riesgo de caer en pobreza en vejez. Así, de la mano del canciller alemán Otto von Bismarck, se implementó un sistema de “pensiones de reparto” que cubría a los trabajadores mayores de 70 años (sorprende, ¿no?) La iniciativa luego se terminó expandiendo por el mundo, haciéndose una práctica común desde los años 60s.
Los sistemas de pensiones de reparto son aquellos que se basan en la contribución de los trabajadores en activo para financiar los pagos los beneficios de jubilación, o pensiones, de las personas que ya no están trabajando. Esta forma de contribución se les suele dar el nombre de “sistemas solidarios”, bajo la interpretación de que los más jóvenes contribuyen a las pensiones de los mayores, y que este mecanismo se irá repitiendo de generación en generación; es decir, una “solidaridad intergeneracional”. ¿Pero realmente existe esta denominada solidaridad?
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Bajo el concepto amplio del natural deber de las sociedades donde los más jóvenes velamos por nuestros mayores, uno podría estar tentado a pensar que un sistema de reparto sería solidario. Sin embargo, las cosas revisten mayor complejidad cuando se ven los detalles. En la época en que este mecanismo entró en funcionamiento, las cosas parecían ir de maravilla, y la razón es que la base de trabajadores que financiaban al reducido número de jubilados que lograban sobrevivir a ese momento, era bastante alta en términos relativos. Para inicios del S. XX, la tasa de fecundidad en el mundo era de 5 hijos por mujer, mientras que la esperanza de vida al nacer era de 31 años a nivel mundial (50 años en el mundo desarrollado). Si tenemos en cuenta que la edad de jubilación comenzó estableciéndose alrededor de los 65 años en muchos países, podemos observar el gigantesco margen de financiamiento con el que contaban en ese entonces. En ese contexto, era muy fácil tildar de solidario a este mecanismo.
En su momento, esto fue catalogado como una gran “innovación social”, y diríamos que también política, porque dio mucho margen a los gobernantes para practicar el lamentable populismo, reduciendo las edades de jubilación (en muchos casos a los 50 años o menos) e incrementar las pensiones a niveles exagerados. Pero, más allá del populismo, la fuerte transformación demográfica global develó crudamente una gran verdad sobre este sistema: que este era una pirámide financiera. Lo anterior porque el número de “financistas”, es decir, los trabajadores en edad activa fueron disminuyendo, mientras que los jubilados se incrementaban, lo que lo condenaba a fracasar. Para ser más concreto, el problema es que la esperanza de vida en el mundo ahora es de 73 años (ya no 31 ni 50 años), mientras que la tasa de fecundidad es de solamente 2,4 hijos por mujer (ya no 5). Así, cuando los propios recursos de esta “pirámide” no alcanzan, el Estado empieza a incurrir en déficit fiscales, y cuando esta “quiebra” del sistema de reparto ya no puede seguir siendo pagada por el Estado, vienen los penosos y duros ajustes a la población trabajadora actual y a los futuros jubilados, subiéndoles la edad de jubilación, las tasas de aporte, los años de participación en el sistema y reducción de los beneficios. Así, en lugar de un sistema de solidaridad generacional se termina transformando en uno de “injusticia generacional”. Son estos ajustes sobre la generación más joven los que son, sin duda, injustas. No tiene nada de solidario hacerles pagar a los trabajadores actuales las cuentas de las buenas condiciones y altos beneficios que gozaron las generaciones pasadas. Este es el tipo de reformas duras de los sistemas de reparto -” infelices pero necesarias” como dice Macron- las que desatan las fuertes protestas en el mundo, como las que observamos en Francia.
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Viendo el rotundo fracaso de los sistemas de reparto sorprende ver que, de tanto en tanto, se presenten proyectos de reforma de pensiones en el Congreso de la República que insisten en revivir los sistemas de reparto en el Perú y que quieran que sea el Estado el encargado de administrar directamente los ahorros que con tanto esfuerzo generan los peruanos. Sus oscuras intenciones aparecen “maquilladas”, bautizando a sus reformas con nuevos nombres: “riesgo compartido”, “cuentas nocionales”, “sistemas integrales”; no obstante, siguen teniendo los mismos elevados riesgos fiscales para un país con escasa institucionalidad como el nuestro. Hablan de querer centralizar la administración de los fondos de los afiliados a través de “gestoras estatales”, pero sabemos que el Estado en el Perú no puede construir siquiera una posta médica a tiempo. Propuestas de este tipo, además, son expropiatorias, y sólo nos llevan de regreso al caos fiscal y burocrático pre-90s que vivía el país. En un país donde el 75% de la PEA está en la informalidad y con una seria debilidad institucional, plantear esquemas caducos que no se adaptan a nuestra realidad es un sinsentido. Se necesita reformar las pensiones, pero no de cualquier manera, y menos aplicando mecanismos del S.XIX en el S.XXI.
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