“Apúrate por favor que estamos retrasados y la invitación para el almuerzo es a la 1:00 p.m.”, me comentó un amigo ya algo mortificado por mi demora. Mi respuesta –era yo una persona mucho más joven en esa época– fue decirle alegremente: “qué tanto me apuras, total, el almuerzo es en casa de tu hermano, es de confianza; qué importa si llegamos algo tarde”.
Me gustaría que pudieran haber visto la cara que puso mi amigo al escuchar mi comentario: era de espanto, incredulidad y censura –todo al mismo tiempo–. Justamente, me dijo muy serio, el almuerzo es de mi hermano. Por lo tanto, no debemos llegar tarde. Es mi familia, nada más cercano ni importante para mí, son ellos quienes más respeto y consideración me merecen en el mundo entero.
Confieso que me quedé aturdida por su reacción. En mi mentalidad de aquel tiempo, la “confianza” o cercanía con alguien permitía y perdonaba alguna que otra falta de consideración, incluyendo la impuntualidad. Fue una lección que cambió mi paradigma de cómo valores como el respeto y la consideración hacen que las familias, como la de este amigo, por ejemplo, funcionen tan bien, siempre en armonía y en un ambiente grato, agradable, cálido y positivo para todos. Y claro, eso se da –hoy lo entiendo bien– gracias a esa cultura de respeto mutuo y permanente consideración por el otro.
Lo mismo pasa en las organizaciones exitosas y en cualquier otro tipo de agrupación de personas; entre ellos los países, por supuesto. Y muy importante, aquellos que logran establecer una cultura de respeto son quienes casi siempre van a la cabeza en las mediciones e indicadores de resultados de éxito en muchas variables. Variables como crecimiento, rentabilidad, marca empleadora, ambiente de trabajo, lugar deseado para trabajar –o vivir–, oportunidades de desarrollo y crecimiento personal, felicidad, compromiso, productividad, entre otros.
Tengo el privilegio de trabajar cada año con cientos de organizaciones en el Perú que tienen una verdadera cultura de respeto por su gente (sí, sí existen y damos fe de ello a diario). Son esas organizaciones con quien no solo es un placer trabajar e interactuar, sino que, además, son líderes en sus sectores a nivel local, regional y hasta mundial, cuando es el caso.
Y son las líderes ya que genuinamente se esfuerzan por lograr una cultura de respeto por su gente de todo nivel. Invierten en asegurarse que sus valores son entendidos y abrazados por todos sin excepción. Educan, entrenan y capacitan en esos valores a sus líderes y a todos en general. No escatiman recursos para ser coherentes y consistentes con esos valores que rigen sus conductas y promesas, y especialmente lo son cuando las cosas se ponen difíciles e incluso, cuando deben dejar ir personas. Sus comportamientos durante la pandemia han sido un claro ejemplo de ello.
El respeto no cuesta más. No es un gasto, no es negociable ni tampoco es condicional a la situación o conveniencia. No acepta excusas ni excepciones temporales. El respeto es inclusivo, no discrimina, acerca a las personas y facilita la convivencia y calidad de vida. El respeto verdadero hace que las organizaciones, familias y países funcionen mejor, siempre y para todos. Hoy lo necesitamos más que nunca.