“Es un gran error arruinar el presente, recordando un pasado que ya no tiene futuro”, dice una famosa frase que recoge una inquietante cuota de realidad. Sin duda será la ruina la que nos espera si este gobierno, y algunos legisladores, continúan empujando el discurso de “cambio de Constitución”, particularmente en lo referido a modificar los artículos sobre los que descansan los fundamentos de la estabilidad y mejoras en el bienestar económico de las últimas tres décadas.
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Los ataques a la Constitución del 93, empaquetados en discursos y propuestas que circulan en el Congreso, buscan recuperar actuaciones y funcionamientos en la economía permitidas por la Constitución del 79 que rigió los destinos del país durante los terribles ochenta. Basta hacer una rápida comparativa entre los resultados económicos obtenidos bajo ambas cartas magnas para tener una primera aproximación de estas realidades contrastantes.
En efecto, en estos casi 30 años de vigencia con la actual Constitución, la economía peruana experimentó un crecimiento promedio anual de 4,6%, cifra que más que sextuplicó el crecimiento de 0,7% durante la década previa. El déficit fiscal, uno de los serios problemas que vivió el Perú bajo la Constitución del 79 dejó registrado un promedio negativo de -7,0% del PBI, cifra que desfallece frente al promedio de -1,2% desde 1994 hasta ahora.
Gran parte del elevado déficit fiscal de los ochenta se explicaba por los resultados negativos de las empresas públicas. Habían más de 200 de estas “auspiciadas” por la Constitución del 79 que terminaron trayendo un déficit promedio de -1,8% del PBI. En cambio, después de 1993, bajo la nueva Carta Magna, tenemos sólo 35 empresas públicas que en promedio no han generado ningún déficit hasta el 2021. Así entre los mismos períodos la deuda total que se encontraba en promedio por encima del 55,0% del PBI, bajó a un promedio de 26,8%, mientras que las RIN que en promedio apenas promediaron el 4,8% - ¡siendo negativas en 1988!- ahora registran un promedio de 24,1% desde 1993.
Como consecuencia del actual escenario de restricciones de oferta global, hoy nos preocupa el serio incremento de la inflación, el cual viene dañando la canasta familiar. Gracias a la Constitución del 93 que alienta la iniciativa privada y asegura la estabilidad económica, hoy el gobierno tiene herramientas que bien utilizadas ayudan a surcar aguas turbulentas. Sin embargo, lo mismo no podemos decir de la economía que vivió la Constitución del 79 donde la hiperinflación llevó a que los precios se incrementaran en un promedio anual de 900% durante el período de vigencia, mientras que desde 1993 estos promedian sólo un 4,0%. Así mismo, más allá del deterioro que ha tenido la pobreza recientemente a consecuencia del Covid19, su fuerte disminución desde la vigencia de nuestra Constitución es un hecho incuestionable.
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En 1979, el rol del Estado implicaba una economía excesivamente planificada por parte del Poder Ejecutivo, lo que dio lugar al rol intervencionista que tanto daño causó. En cambio, con la Constitución actual se permite que este se enfoque en aspectos esenciales para el bienestar social donde el rol de la actividad privada es fundamental. Esto permitió la necesaria estabilidad de la política fiscal junto con la autonomía constitucional del Banco Central dentro del marco de su Ley Orgánica, además de prohibir que este conceda financiamiento al erario, salvo la adquisición de títulos en el mercado financiero. Se puso claramente a raya la posibilidad que los peruanos volvieran a sufrir las decisiones de políticos irresponsables que trajeran hiperinflación y recesiones interminables. Esta estabilidad permitió que los artículos de la Constitución que aseguran las libertades, el trato igualitario a las inversiones nacionales y extranjeras, junto con asegurar el respeto de los contratos, terminaran dinamizando la economía del país.
Dentro de los roles fundamentales del Estado establecidos en la Constitución del 93 se plasmó un importante rol regulador que, además de hacer posible la competencia, la vigilara con el fin de combatir que situaciones de asimetrías, dominio y otras fallas que pudiera tener el mercado perjudicara al ciudadano. En este aspecto, nuestra Carta Magna se encuentra perfectamente alineada con las buenas prácticas establecidas por la OCDE, organismo al cual Perú ha remitido una carta de compromiso para formar parte de este.
Si bien es cierto que la Constitución del 93 ha traído un salto espectacular en el bienestar de los peruanos, es innegable que existen serias falencias a solucionar. La pobreza debe seguir reduciéndose, las brechas sociales siguen siendo insoportablemente altas para millones de peruanos y se requiere solucionar los serios problemas estructurales que llevan a que el país cuente con una alta economía informal y que la mayoría de compatriotas no accedan a un empleo digno. Pero toda esta deuda social no es culpa de la Constitución actual sino de la falta de adecuados desarrollos legales donde haga falta y, sobre todo, del impulso de una mejor gestión del Estado.
Por ejemplo, en el caso de la salud y la educación, la actual narrativa oficialista señala la necesidad de un cambio de Constitución para mejorarla. Esto es absolutamente falso. La actual Carta Magna brinda espacio amplio para que el Estado cumpla con su rol de ampliar la cobertura con calidad. De hecho, las cifras confirman que de los cerca de 15 mil establecimientos de salud que existen en el país, el 59% corresponden al Estado, quien brinda atención al 99% de los asegurados a nivel nacional. En el caso de la educación, se observa que, de las cerca de 1115 mil instituciones educativas del país, el 75% son públicas, y el 77% de los alumnos a nivel nacional son atendidos por los centros educativos estatales. Teniendo el sector público tremendo dominio de ambos mercados, ¿por qué no puede cumplir con el rol de darle a los peruanos amplios servicios educativos y de salud de calidad?
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En los últimos años se ha evidenciado una baja capacidad de ejecutar proyectos en las funciones de salud y educación que se encuentra directamente relacionada a un problema de gestión. Y las cifras no mienten. Mientas los gastos de personal y obligaciones en el sector salud y educación se triplicaron y sextuplicaron, respectivamente, la ejecución de los proyectos en salud se ha estancado en menos del 60% y, los de educación, con duras penas supera el 70%. Es decir, los importantes recursos con los que cuentan ambos sectores han ido fundamentalmente a pagar planillas, mientras los destinados a proyectos de inversión, que tiene un impacto de alta productividad en los peruanos, no se puede ejecutar con eficacia.
Así, es lamentable observar que las entidades de salud de primer nivel presentan una brecha de capacidad instalada de 97,1%, mientras que en el caso de los locales públicos que imparten educación estatal, y que debieran contar con servicios de agua, saneamiento y electricidad, tienen una brecha por cubrir superior al 70%. El Estado no hace su trabajo.
Sin dudas se requiere cambios radicales que ayuden a salir a más peruanos de la pobreza; que se puedan generar empleos de calidad; y que traigan mayor esperanza a los ciudadanos de que es posible progresar en este país gracias a la igualdad de oportunidades creadas. Es decir, se necesitan cambios para que ningún peruano quede rezagado. Sí, es cierto, se requieren cambios profundos en la gestión del Estado, pero no de la actual Constitución.
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