Hoy en día, a diferencia de las tres últimas décadas, la reconocida independencia entre el desempeño del frente político y el económico se ha roto. Antes podríamos tener un frente político inmerso en la mediocridad, pero el respeto a los fundamentos de nuestra economía le daba una suerte de inmunidad al comportamiento de nuestros principales indicadores económico-financieros. Todo cambió con la actual administración gubernamental.
¿Qué es lo que pasó? Simple. Hoy se ha puesto en tela de juicio los fundamentos que hicieron exitosa nuestra macroeconomía: la libertad de precios, la apertura de mercados y el rol subsidiario del Estado. En ese contexto, el problema del frente político hoy sí toca significativamente, como lo hemos podido corroborar, el desempeño del tipo de cambio, inflación, inversión, riesgo soberano y sobre todo nuestra capacidad futura de crecimiento económico.
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En el campo de la expansión proyectada del PBI, por ejemplo, este año debemos crecer alrededor del 11% como resultado del esfuerzo contracíclico de administraciones gubernamentales anteriores, del natural rebote estadístico y del impacto del rally alcista en el precio de los minerales. Adicionalmente, es conveniente remarcar que el crecimiento por encima del 20% del primer semestre, por sí solo, ya aseguraba un resultado interesante para el año. Es más, esa expansión podría haber sido mayor si no se hubiera afectado la confianza de los agentes económicos.
Adicionalmente, hoy la media de las proyecciones tanto de origen oficialista, como de consultoras y de organismos y entidades financieras internacionales, arroja un crecimiento esperado para el PBI del 2022 de alrededor de 3,2%. Independientemente de lo optimista de esta cifra, la pregunta relevante es, a pesar de ello, ¿cuánto dejaremos de crecer sin no se hubiese deteriorado el factor confianza?, o ¿cuántos puntos de crecimiento sacrificaremos como resultado del ruido político hoy generado?
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Para responder estas preguntas revisemos nuestra historia reciente. En el pasado, cuando se suscitaba un alza importante en el precio internacional de los metales, en un contexto de respeto a los fundamentos económicos, Perú mostraba un crecimiento quinquenal por encima 6% del promedio anual. Eso es lo que pasó entre el 2001 y 2012. Eso es lo que, en promedio, deberíamos haber esperado para el próximo quinquenio, de no haberse golpeado la confianza en la continuidad de los fundamentos.
Es decir, a grandes rasgos, si para el 2022 la desviación de casi 3 puntos porcentuales de menor crecimiento con respecto a nuestra tendencia de mediano plazo se confirmara, dejaremos de producir más del equivalente a US $6.000 millones el próximo año y, de mantenerse, más US$ 30.000 millones al 2026. Esta cifra podría fácilmente más que duplicarse en caso perdiéramos la oportunidad de crecer en el quinquenio próximo. Un desastre.
¿Cuánto costaría esto en materia de pérdida de empleos, lucha contra la pobreza, retroceso en materia de educación, salud, seguridad? ¿A quién se le podría responsabilizar por tamaño desencuentro? No vendamos un fracaso como éxito. No preguntemos si vamos a crecer, no nos conformemos con crecimientos mediocres. Lo que vamos a dejar de producir este quinquenio, de no haber enmiendas en el entorno político, es lo que realmente nos van a quitar a todos los peruanos, sobre todo, a los más pobres.