El finado Hugo Chávez solía referirse al PBI como “una conspiración capitalista”. Por estos lares también hay quienes creen que este incomprendido indicador está sobrevalorado, y que fijarse demasiado en él desenfoca la política pública de algunos fines que merecerían mayor atención, como la protección medioambiental o incluso la búsqueda de la felicidad individual. De ahí que algunas naciones como Bután se hayan propuesto sustituir el PBI por la FBI (“felicidad bruta interna”), aunque luego hayan desistido por ser esto impracticable (además de inconveniente para fines políticos). También hay quienes plantean reemplazar al PBI por el índice de desarrollo humano (IDH) o algún sucedáneo, pero olvidan que su mayor virtud es su (relativa) simpleza y funcionalidad comparativa.
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Esto no significa que la metodología en que se sustenta el PBI deba considerarse inmodificable, aunque algunos cambios pueden parecer más sensatos que otros. El Perú, por ejemplo, modificó a inicios del 2014 el año base que utiliza para el cálculo para reconocer la mayor relevancia que ha venido asumiendo el sector mineroenergético. En otras latitudes, los cambios son más antojadizos: algunos países europeos como Italia e Inglaterra han propuesto incluir a la prostitución y el narcotráfico en sus cifras oficiales, para que así ‘crezcan’ sus economías. Algunos estiman que esto agrandaría el PBI inglés en 5%.
Pero incluso ello estaría lejos del 60% que aumentó de porrazo el PBI de Ghana en el 2010 por un cambio metodológico. Este y otros casos paradigmáticos (como el encarcelamiento del jefe de la oficina de estadísticas griega por sincerar el PBI cuando el país helénico negociaba su rescate) son reseñados en “GDP: A Brief but Affectionate History”, el más reciente libro de la profesora de Oxford, Diana Coyle, que cuenta la historia del tan mentado indicador.
La obra no descalifica per se al PBI (todo lo contrario, lo defiende), pero sí señala que a pesar de la enorme utilidad que pudo tener en el siglo XX, resulta crecientemente inapropiado para medir la marcha de una economía cada vez más dependiente de la innovación, los servicios y los bienes intangibles. Existen muchas cosas que no medimos y que tienen un valor enorme para quienes las consumen o aprovechan: desde los servicios ambientales y el trabajo no remunerado en el hogar, hasta los servicios gratuitos que uno aprovecha en Internet como Wikipedia, Google o Facebook. Hay, sin duda, un espacio enorme para mejorar el indicador, sin negar que sigue siendo la mejor manera de monitorear el desempeño económico de los países.