La verdad, los peruanos vivimos hoy en medio de una dualidad económica. Durante las dos últimas décadas hemos podido mostrar el más alto crecimiento dentro de lo mejor de las economías de la región, acompañado de una de las más bajas tasas de inflación, creciente presencia de reservas internacionales y bajo niveles de endeudamiento público.
En contraste, en términos de estructura, aún mostramos carencias extremas en los servicios de salud pública y educación, instituciones débiles, muy deficiente infraestructura y ausencia de una apropiada gobernanza, entre otros.
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En dicho bifrontismo, es evidente que queda pendiente la reversión de nuestras innegables deficiencias estructurales; sin embargo, si por algún motivo hoy se perdiera nuestros fundamentos en materia de política económica, sería imposible a futuro reducir nuestras brechas estructurales.
No cuidar el prestigio macroeconómico de Perú nos llevaría a la carencia, hambre y desempleo de los años 70 y 80. Sin duda, el control de precios, las limitaciones al comercio exterior y la presencia irracional del Estado asegurarían ello. El modelo de sustitución de importaciones ya fracasó en Perú y el mundo. Solamente trajo inflación y acentuación de brechas, nada más regresivo en materia de distribución de ingresos.
En las actuales circunstancias y si no se presentan desarreglos extremos en lo económico, político o sanitario, de acuerdo a las proyecciones de los principales bancos de inversión del mundo, para el período 2021-2022, Perú mostraría un crecimiento promedio del PBI de alrededor del 7%.
Es más, para los próximos cinco años se estimaría un crecimiento promedio anual de 5% en un contexto donde los precios del cobre alcanzan una nueva meseta por encima de los US$4 la libra, donde la minería y agroexportación ejecutan parte importante de sus proyectos en cartera y, sobre todo, donde se avanza con la ejecución de los conocidos megaproyectos de infraestructura pendientes de conclusión.
Si no se respeta la base de nuestra macroeconomía, no solo perderíamos el liderazgo del crecimiento de la región, sino también perderíamos la posibilidad de ejecutar cualquier política orientada a la reducción de las brechas sociales vigentes.
Ciertamente, es obvio que no basta con el crecimiento, la tarea pendiente se debe orientar a asegurar que los beneficios de nuestra buena macroeconomía lleguen a los segmentos más vulnerables de nuestra sociedad. Para lograr ello, a partir de este 28 de julio es necesario emprender, con una visión de largo plazo, tres grandes reformas.
Requerimos, primero, una reingeniería integral de nuestro sector público dado que hasta hoy muestra serias limitaciones en su gobernanza, organización, gestión, estructura y dimensionamiento. Sin la consecución de un sector público medianamente eficiente resultará imposible, por ejemplo, reducir la actual brecha social y propiciar el incremento de la productividad de nuestro frente empresarial. No le podríamos encomendar a un sector público que no enmienda sus propias carencias internas, que solucione problemas esenciales del país.
El problema no se resuelve con un programa “servir”. La solución debe ser integral, consensuada y programada a efectos de encontrar progresos. Es primordial disponer de una “hoja de ruta” técnica, diseñada por un “think tank” de primer orden mundial, que haya mostrado resultados concretos de dicha labor en otras partes del mundo y que, sobre todo, se mantenga distante de aquellos segmentos políticos responsables de sus actuales restricciones.
Requerimos, en segunda instancia, de una nueva institucionalidad que permita alinear los derechos y oportunidades de todos los agentes económicos y que evite, por ejemplo, la presencia de mercados inconsistentes con una sana competencia; que evite la presencia de prácticas mercantilistas; que evite que la política sea un medio para acceder a riquezas mal habidas; que evite la perpetuidad un mercado laboral inflexible e injusto; que evite que la educación y salud se canalicen en un ambiente de mendicidad; que evite procesos electorales donde las peores alternativas son las que tienen mayor probabilidad de llegar a la presidencia. Esto implica rediseñar nuestra estructura institucional, legal y normativa. Muchas veces las normas vigentes camuflan intereses y desigualdades que terminan por minar el mismo modelo económico.
Tercero, requerimos reducir nuestro tremendo déficit en infraestructura social y física. Otras economías sí son capaces de establecer planes de ejecución de sus proyectos esenciales trascendiendo a los periodos de vigencia de un gobierno, son administrados por gestores profesionales con reglas claras, transparentes y con procedimientos de rendimiento de cuentas perfectamente establecidos.
Hoy ya se han realizado diversos esfuerzos de medición de las brechas y sabemos la magnitud de las mismas sectorialmente. Lo que no tenemos son los mecanismos que los prioricen y ejecuten con las más modernas herramientas de administración de proyectos. Requerimos, además, políticas de Estado que, con una sola visión de largo plazo guíen el accionar de los diferentes gobiernos y armonicen el esfuerzo público-privado. Estos últimos se deben complementar y no competir.
Tratar de impulsar una mayor competitividad público-privada sin haber saneado estos tres problemas estructurales, solamente nos llevaría a perpetuar nuestras preocupaciones y limitaciones.
Nuestros gobernantes deben entender que la estabilidad macroeconómica es una condición necesaria para desarrollar políticas sociales sostenibles y que sin reformas estructurales será imposible distribuir riqueza de manera justa. Entender estos elementos definirán nuestro tránsito por la vía del progreso o, en todo caso, del retraso económico.
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