Una lección importante que nos deja la pandemia y la recesión que desencadenó es el nivel de vulnerabilidad que presenta nuestro país en términos económicos. En el muy corto plazo, su efecto ha sido un abrupto empobrecimiento de las familias peruanas y, en el largo plazo, podría profundizar nuestras inequidades como sociedad. Asimismo, las cifras empiezan a mostrar sus efectos diferenciados entre las poblaciones urbanas y rurales. Por ejemplo, los efectos de corto plazo se habrían concentrado en las ciudades.
Usando datos preliminares del INEI se puede estimar que a fines del 2020 el empleo urbano habría caído en 8% (17% en Lima), mientras que en el campo el empleo creció 3%. Esto habría ocurrido, por un lado, por el efecto refugio que tuvo la agricultura de baja productividad frente a la contracción de los mercados laborales urbanos. Y, por otro, por la naturaleza propia de la crisis que tiende a impactar zonas con una mayor vinculación a los mercados. No obstante, en el largo plazo los efectos sí podrían concentrarse en el área rural.
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Si el principal vehículo de los efectos económicos futuros está en la pérdida de aprendizajes, es posible sustentar que estas pérdidas serán mayores en el campo, ahí donde el sistema educativo tiene mayores dificultades para operar de manera remota.
Por ello, si lo que buscamos como país es relanzar la estrategia de lucha contra la pobreza, esta debe partir reconociendo las diferencias que existen entre los ámbitos rurales y urbanos.
Como se ve en el gráfico, la mayor incidencia de la pobreza se concentra en zonas rurales (41% al 2019). Esto se explica porque en el área rural no solo es donde se concentran las principales brechas de infraestructura básica y conectividad, sino es donde la acumulación de capital humano es más baja y las condiciones geográficas son más difíciles para desplegar una atención efectiva del Estado.
Mientras tanto, en zonas urbanas la incidencia de la pobreza es menor (15%), pero el nivel de vulnerabilidad es aún alto (31%). En este caso, más bien, el mercado laboral de manera autónoma pareciera no poder asegurar condiciones adecuadas de inserción para los trabajadores, produciendo mayoritariamente empleos informales de mala calidad con ingresos bajos e inciertos.
Partiendo de estas ideas generales, en el ensayo “Protección social para reducir la pobreza, la vulnerabilidad y la inequidad” elaborado para IPAE junto con mi colega Lais Grey identificamos algunas líneas de acción diferenciadas. Así, la estrategia rural debería girar en torno a resolver la escasa conectividad de estos espacios con el mercado abordando, por un lado, brechas de infraestructura y acceso a servicios públicos, pero también fortaleciendo la capacidad productiva y comercial de las unidades económicas.
De este modo, los paquetes de oferta orientados a mejorar la producción deben complementarse con iniciativas orientadas a resolver cuellos de botella comerciales. Es decir, aquellos vinculados a poder vender lo producido. Bajo este enfoque, el primer cuello de botella es la infraestructura de transporte, pero el segundo (de igual importancia) es la débil demanda local.
La complejidad de este último factor es que ocurre fuera del espacio rural en ciudades intermedias o menores al que se articulan los territorios rurales concentrados. Sin embargo, fortalecer esta demanda tiene sentido como estrategia de desarrollo rural bajo un enfoque de corredores económicos que reemplazarían al distrito o al centro poblado como el espacio territorial por focalizar.
No obstante, la estrategia debe reconocer la existencia de localidades con escasas potencialidades productivas (sobre todo en la zona rural dispersa) y brechas que van más allá del componente económico (anemia, desnutrición y educación). Ahí, el enfoque del corredor es insuficiente y la alternativa de paquetes de asistencia económica condicionados y sociales no condicionados es más relevante para preservar los medios de vida y romper la transmisión intergeneracional de la pobreza.
Mientras tanto, la estrategia urbana debería pasar por fortalecer el mercado laboral para que cree empleos formales a mayor velocidad que empleos informales. Lo anterior pasa necesariamente por atender los factores estructurales que condicionan la productividad y competitividad de las firmas y personas.
No obstante, mientras esperamos que estas políticas maduren, en el corto plazo, es posible corregir ciertas imperfecciones de la legislación laboral y tributaria. Por ejemplo, un régimen laboral cuyos costos son progresivos de acuerdo con la productividad laboral permite alinear mejor los incentivos en el interior del mercado de trabajo.
Además, un régimen tributario de tasas marginales, que premie la contratación de trabajadores formales en el segmento de menor productividad mitigaría los incentivos (e ineficiencias) del actual fraccionamiento empresarial y fomentaría la formalización.
Lo que no resuelva el mercado de trabajo urbano será susceptible de programas sociales. No obstante, a diferencia del caso rural donde existe un universo de programas ya en funcionamiento, en el caso urbano la adaptación de estas estrategias es todavía un reto pendiente.
En dicha adaptación un factor clave será la implementación de sistemas de identificación para superar la invisibilidad de la pobreza en las ciudades, e incluir características particulares surgidas en los últimos años como el problema migratorio y la escasa resiliencia a choques de diversa naturaleza.
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