Considerar los videojuegos como objetos de arte no es algo nuevo. En su ya casi medio siglo de vida, estos productos de la contemporaneidad han pasado por múltiples etapas, desde los míticos y simples gráficos geométricos de los años 80 del siglo pasado hasta esa fascinación por el hiperrealismo de los tiempos actuales, marcados por las nuevas tecnologías digitales y el 5D. Algunos títulos emblemáticos como “Pac-Man” (1980), “Tetris” (1984) o “flOw” (2006) son prácticamente piezas de museo, como lo demostró hace una década el MoMA de Nueva York, con una exposición dedicada a este nuevo arte; y otros son verdaderas superproducciones, en las que confluyen ingenieros informáticos, programadores, artistas gráficos, guionistas, actores, músicos, publicistas y un largo etcétera, y que para vivir al máximo la experiencia demandan el uso de procesadores de alta gama, como la reciente actualización de “Cyberpunk 2077″ (2023) o “Watch Dogs Legion” (2020), con su trazado de rayos en tiempo real.
Más allá de que los videojuegos estén construidos esencialmente para el máximo disfrute de sus usuarios, y formen parte ya de la cultura popular, existe en ellos eso que críticos como Henry Jenkins llaman “nuevas experiencias estéticas”, una forma de arte emergente que apunta a despertar diversas sensibilidades. Como afirma Mónica Tamayo Acevedo en el ensayo “La imagen visual en los videojuegos”, estos productos comerciales de última generación contienen en sus imágenes, gráficos y acabados, aquello que las teorías estéticas clásicas atribuían a las obras artísticas: “habilidad, utilidad, mímesis y belleza”.
Para avivar la polémica, Tamayo cita al desarrollador japonés Hideo Kojima, uno de los padres del videojuego moderno, quien dice que “un videojuego debería asegurarse de que las cien personas que juegan con él disfruten. Es como una especie de servicio. No es arte. Pero creo que la forma de ofrecer el servicio es un estilo artístico, un tipo de arte”.
Más allá de lo comercial
“El videojuego, a diferencia de todos los otros medios, es interactivo. Eres tú el que ejecuta las acciones y eso genera una sensación distinta”, dice Luis Wong, docente de la especialidad de Apps y Videojuegos, de la Universidad de Lima, y cofundador de Leap Game Studios. “Entonces, está en la pericia del equipo desarrollador explotar eso. Hay muchos ejemplos pero, para ser concreto, hay un juego llamado “Spec Ops: The Line”, que durante las primeras cinco horas tú lo juegas como si fuera un juego de guerra, como “Call of Duty”, vas disparando y matando soldados, etc., pero llega una escena en la que tienes que utilizar un arma para eliminar a ciertos enemigos, una cosa muy extraña, y una vez que lo haces, ves todo lo que has hecho anteriormente, y te das cuenta de que aquello no tiene mucho sentido, y ahí el juego te empieza a interpelar. Entonces, la segunda mitad del juego es la interpelación de todo lo que hiciste en la primera… Eso es algo que no te ofrece ningún arte”, comenta.
Así, más allá de la apuesta por el hiperrealismo de los videojuegos comerciales, Wong destaca el trabajo de los desarrolladores independientes, de los estudios más pequeños que ahora, con la democratización de las herramientas, están arriesgándose a hacer cosas distintas, como el juego francés “Dordogne” (2023), que es una exploración del mundo de la infancia y los personajes parecen salidos de un cuadro de acuarelas.
En esa línea indie, el estudio de Wong, en coproducción con Hermanos Magia, creó en el 2020, el juego “Arrog”, que aborda el tema del duelo y la aceptación de la muerte, una experiencia en blanco y negro, de 30 minutos, que ha recibido premios en el Perú, Brasil, Estados Unidos y España.
Mientras Mario Bros —el pequeño fontanero que vuelve ahora al cine— ha sido el símbolo de los avances tecnológicos de las consolas de Nintendo y ha pasado del 2D al 3D, a lo largo de 40 años, las gráficas y estéticas de los videojuegos se amplían y diversifican en el amplio abanico del arte contemporáneo, un arte en constante estado play.
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