Pudo llamarse Robert Zimmerman (EE. UU., 1941) y ser un mortal más. Pudo quedarse a vivir en Hibbing y no tomar ese tren a Nueva York siendo aún menor de edad. Pudo no enamorarse de Woody Guthrie y su guitarra marcada con la frase “This machine kills fascists”. Pudo no visitarlo en el manicomio cuando él más lo necesitaba. Pudo no haber leído “En el camino” de Jack Kerouac y creer que había encontrado allí la biblia. Pudo conformarse con interpretar clásicos rurales, y ser un cantante de folk más como los que abundaban en los cafés y bares del Greenwich Village en la década de 1960. Pudo no escribir sus propias canciones, por qué hacerlo si a todos les iba bien interpretando música tradicional.
Pudo no negar a sus progenitores para que le dejaran grabar su primer disco homónimo en 1962, como chico carente de ciudadanía necesitaba el permiso de sus padres pero dijo que era huérfano. Pudo hacerse comunista y hacer feliz a la gente de izquierda que lo esperaba con las reglas del camino correcto a seguir. Pudo no darles una cachetada. Pudo recibir de buena gana todos los premios y condecoraciones que le otorgaban sin importar de donde vinieran. Pudo no agarrar jamás la guitarra eléctrica y quedarse con la acústica, esta le permitía nunca ser ruidoso y ser siempre bueno, el rocanrol era para chicos malos y todos los sabían. Pudo no darles de probar marihuana a Los Beatles por primera vez, pero qué sería del mundo sin lo que fueron Los Beatles después de tal suceso.
Pudo no sacarle la vuelta a Suze Rotolo, sin la cual no habría podido escribir la mayoría de sus primeros temas, los más celebrados. Pudo quedarse con Joan Baez, con su voz de ángel y sus cabellos lacios y negros, y no elegir a Sara Lownds como su primera esposa. Pero de ser así no hubiese compuesto la hermosa “Sad-Eyed Lady of the Lowlands”.
Pudo retroceder del rock al folk cuando sus fans lo comenzaron a llamar Judas, y satisfacerles porque como dice aquel mal cliché: el artista se debe a su público. Pudo seguir haciendo solo canciones de protesta social y encasillarse al servicio de una teoría política. Pudo resignarse con haber escrito “Blowin’ in the Wind”, “Masters of War”, “A Hard Rain’s A-Gonna Fall”, y pudo no haber compuesto las rockeras “Subterranean Homesick Blues”, “Like a Rolling Stone”, “Ballad of a Thin Man”.
Pudo no burlarse de la prensa cuando esta buscaba respuestas a los problemas del mundo de la boca de un artista. Pudo creerse el salvador o el mesías, asumirse activista antes que intérprete o escritor antes que músico, aceptar que su vida se hacía pública y renunciar a su privacidad para triunfar. Pudo seguir cantando y tocando sus canciones ceñidas a las versiones originales de los discos, que sus fans quieren escuchar, en vez de confundirles con infinidad de variaciones concierto tras concierto. Después del accidente casi mortal que sufrió en 1966 cuando iba en su moto, pudo abandonar la música para siempre para por fin respirar.
Pero para comenzar no hizo nada de eso, solo para comenzar. Nunca existió Robert Zimmerman. Quien existe es Bob Dylan -nombre que eligió tras intentos varios-, él y las multitudes que lo habitan son las que resisten. Existe quien arriesgó, escapó, traicionó, decidió, mutó, apostó, evolucionó, no retrocedió, se enamoró, se desilusionó, vivió, murió y resucitó. Y este 24 de mayo, cumplirá 80 años de inmortalidad en vida.
Nunca ha pisado el Perú. Aquí mucha gente todavía no sabe de él. Es hora de que sepan, entonces, que aún hay dioses en la tierra, y que solo hay que saber escucharlos para creer en los milagros.
Es el primer músico en obtener el Premio Nobel de Literatura en el 2016 y no han faltado escritores de medio mundo que no se lo perdonan hasta hoy. Hay poesía en sus canciones, a estas alturas qué duda cabe para el resto, cualquiera que tenga dos buenos oídos. Si incluso la mujer más punk que ha pisado este planeta, Patti Smith, con toda su energía y su seguridad en el escenario, se quebró hasta el llanto alguna vez al cantar algo como: “¿Qué has visto, hijo de mis entrañas? ¿Qué has visto, niña de mis ojos? Vi lobos feroces alrededor de un recién nacido. Vi una carretera de diamantes con nadie en ella. Vi una rama negra que rezumaba sangre. Vi un cuarto lleno de hombres con martillos sangrantes. Vi una escalera blanca cubierta de agua. Vi a diez mil oradores con las lenguas quebradas. Vi pistolas y espadas en manos de niños. Y será atroz y será atroz y será atroz. Será atroz la lluvia que va a caer” (A Hard Rain’s A-Gonna Fall). No llorar después de escuchar algo así, sencillamente no es de humanos.
El libro que reúne todas las letras de las canciones de Dylan, en inglés y español, tiene 1300 páginas. Le pertenecen a una discografía extensa que tiene de folk, blues, country, jazz, rocanrol y más sonoridades, las mismas que han acompañado a una voz que también ha mutado con el paso de las décadas y el peso de la vida pero nunca se ha quedado muda. Probablemente, uno de los cancioneros más grandes de la historia de la música contemporánea. Y eso que no incluye las de su último disco, “Rough And Rowdy Ways” (2020). Hay ediciones de la biblia que tienen menos páginas y pesan la mitad, para hacerse una idea más clara. Pero hay gente que cree en un solo dios en la Tierra, así en minúsculas y con todos sus defectos, y ese sigue siendo Bob Dylan.