En enero de 1985 habían transcurrido cinco años desde la cruenta irrupción de Sendero Luminoso (SL) en la historia peruana. Gran parte de las interpretaciones lanzadas seguían navegando en nebulosas que atribuían sus acciones a un movimiento campesino milenarista que estaría atravesado por una histórica cultura de la violencia. Todo ello alimentaba la visión racista y exótica sobre las poblaciones indígenas, mientras el terrorismo se expandía desde Ayacucho por todo el país y la respuesta del Estado desataba una represión indiscriminada, particularmente feroz en el sector rural. Fue entonces que un antropólogo de 39 años publicó un ensayo llamado Sendero Luminoso: los hondos y mortales desencuentros. El título, que por sí mismo parecía resumir las causas y las desgracias ocasionadas por aquella guerra sucia, ofrecía perspectivas de primera mano, así como explicaciones bastante reveladoras que vistas hoy parecen adelantadas a las que el extensivo trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) publicara el 2003, casi veinte años después.
Ese no era el primer texto que Carlos Iván Degregori escribía sobre SL y aquel “tiempo del miedo”. Desde 1980 llevaba dedicándole decenas de artículos, ponencias y entrevistas, publicadas principalmente en El Diario Marka, en su suplemento El Caballo Rojo, y en la revista El Zorro de Abajo, de la que fue director. Los primeros reflejaban el estupor y la confusión compartidos por analistas diversos y la sociedad peruana; pero sus textos pronto se fueron abriendo a enfoques más esclarecedores. El grupo dogmático, que en los años setenta había conocido y confrontado en la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga (UNSCH) y que hasta entonces solo se había atisbado como una facción de la izquierda cuyo poder no podría trascender los límites de la UNSCH, de repente irrumpía colgando perros en los postes de Lima, dinamitaba torres de alta tensión, asesinaba policías, alcaldes, líderes campesinos y sindicales por todo el Perú; avasallaba comunidades campesinas y masacraba a quienquiera le opusiera resistencia, atizando una espiral de violencia que no parecía tener fin.
Aquel grupúsculo fundamentalista surgido en una periferia del país había logrado remecerlo hasta sus cimientos. “¿Cómo no lo pudimos ver?”, se cuestiona Degregori en Aprendiendo a vivir se va la vida, un libro de conversaciones finales con Pablo Sandoval y José Carlos Agüero. “¿Por qué en el Perú?, ¿por qué así?, ¿por qué?”, fueron preguntas que de manera incesante lo apremiaron para rebobinar en su memoria, investigar con lentes diversos y analizar cada vez más a fondo una violencia política que parecía haber desatado a todos los demonios escondidos bajo la alfombra de la vida republicana. Convertido en uno de los mayores “senderólogos”, si no el mayor de todos, no dejó de sumergirse en el análisis de otros temas que atravesaban aquel fenómeno, temas que asimismo parecían estar instalados en su biografía, en sus mayores intereses e inquietudes: educación, migraciones, etnicidad, discriminación y racismo, autoritarismo, diversidad cultural, ciudadanía, interculturalidad, democracia, memoria, derechos humanos... sobre todo derechos humanos. En todos invocaba la necesidad del análisis multidisciplinario y se sumergía con el abanico de sus diferentes experiencias y aprendizajes: antropología, política, docencia, periodismo, literatura.
— El narrador —La literatura que alguna vez abandonó como carrera, sin embargo, no se desprendió de él. Hay en su escritura el don para narrar como un torrente, la intención deliberada de evitar el exceso teórico y buscar más bien la construcción de diálogos con sectores más amplios de la sociedad. Hay también la capacidad para el manejo de metáforas, así como un aliento poético que hace que sus escritos, incluso aquellos que estarían alejados de nuestras preferencias personales, se lean con atención, incluso con fruición. “Entre 1976 y 1979 Sendero Luminoso alcanza, pues, la velocidad de despegue o la masa crítica para la fusión que produce el estallido; desde otra perspectiva, podemos decir que SL cruza el borde en el cual se venía moviendo y penetra en el ignoto territorio de los alucinados. Como sus esquemas no parecen resistir el movimiento, a la manera de Josué intenta detener el sol, es decir, el tiempo: para ellos el Perú sigue siendo semifeudal y el cambio de régimen no significa nada […] ante la imposibilidad de tapar el sol con un dedo, optan por convertirse en el sol”, podemos leer en el primer tomo de sus “Obras escogidas”, Qué difícil es ser Dios.
Entre el 2011 y el 2016, el Instituto de Estudios Peruanos (IEP) publicó estas obras reunidas en 14 tomos; en todos ellos esa capacidad narrativa se eleva, sea para ilustrar cómo el anhelo de la educación había configurado una utopía nacional, bien para analizar la corrupción y el autoritarismo de los años noventa, o para hablar sobre los cambios culturales y las migraciones del campo a la ciudad, como para recapitular en las memorias y desafíos abiertos para el tiempo del posconflicto (el título de uno de esos tomos es Heridas abiertas, derechos esquivos). O incluso para reflexionar sobre la naturaleza de la violencia y el mal. Aun así, a pesar de su extensión, estas “Obras escogidas” no abarcan la totalidad de sus trabajos y empeños. Porque Degregori fue propulsor de numerosas publicaciones que aglutinan a investigadores variados, como No hay país más diverso. Compendio de antropología peruana (2002), del que fue editor. Es también remarcable el impulso que dio a proyectos como Cholonautas (comunidad académica virtual de ciencias sociales del Perú), así como sus colaboraciones con innumerables revistas, proyectos y grupos de discusión dentro y fuera del Perú.
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— El remolino —“Existen personas que son irrepetibles e indispensables para la sociedad, como es el caso de Carlos Iván”, apunta Jaime Urrutia, uno de sus mejores amigos desde sus años juveniles. Irrepetible. Hijo de migrantes ayacuchanos asentados en el barrio de La Victoria en Lima, durante tres semestres estudió Ingeniería en la UNI hasta que una hepatitis terminó de empujarlo a un territorio que siempre lo había convocado. Pasó a Letras en la Universidad Católica, con el deseo de convertirse en poeta —en 1970 llegó a publicar un poemario que recibió una mención honrosa en el concurso Poeta Joven del Perú—, hasta que la vida de aventuras y viajes que vislumbraba en la Antropología lo llevó a cambiar de carrera y de universidad. En San Marcos, bajo la tutela de maestros como John Murra y José Matos Mar, descubrió perspectivas y herramientas metodológicas que, además de brindarle ricas experiencias de campo, lo cautivaron por su posibilidad de abordar la problemática del Perú como nación; nación de identidades múltiples, de culturas múltiples, de historias y memorias múltiples, de inequidades tan hirientes como múltiples. Abrazó la antropología con pasión, pero como si un remolino permanente lo lanzara a nuevas exploraciones, a fines de los años sesenta, mediante una carta de recomendación de John Murra, prosiguió la carrera en la universidad de Brandeis. Aterrizó en Estados Unidos en el momento más álgido de la lucha por los derechos civiles y de esas fuentes bebió durante dos años. A su retorno al Perú, mientras visitaba a sus familiares en el Cusco, de nuevo el azar, o acaso aquel remolino, le puso enfrente una convocatoria para un concurso de docentes en Ayacucho. Allá se dirigió y en 1970 estaba instalado como profesor en Huamanga, haciendo además labor política a través del MIR-IV, una minúscula facción del Movimiento de Izquierda Revolucionaria. Por esos años ya escribía sin cesar, tanto en las revistas Iskra e Ideología, creadas por su grupo; como en Ciencias sociales de la UNSCH, y en el diario El Pueblo de Ayacucho.
Las aguas no estaban quietas. En 1973, el remolino adoptó la forma de una tuberculosis por la que durante dos años, con la mediación de Jürgen Golte, se trasladó a Berlín, experiencia que enriqueció su mirada y alimentó su perspectiva crítica sobre las maneras de relacionarse con la política. De regreso en Ayacucho, volvió a sus labores como docente y activista. Estas facetas iniciales, menos conocidas en su biografía, surcaron su quehacer hasta el final. Él mismo destacaría que en su vida nunca quiso ni tuvo que elegir entre la academia o la política; el puente entre ellas le parecía natural, fundamental. Su compromiso con la educación pública no solo era fruto de un gusto personal, sino de la apuesta por cerrar la brecha normalizada y desoladora entre quienes pueden pagar por una educación de calidad y aquellos que no pueden acceder a esta. En la educación vislumbraba bases esenciales para la democracia, para la paz. Por el contrario, si la brecha educativa seguía fomentando desigualdades, los desencuentros estarían servidos. Del mito de Inkarrí al mito del progreso es uno de los libros que recoge esa preocupación. En sus conversaciones finales observa: “… seguimos atrapados en cosas pequeñas, pensamos que el tema es tecnocrático y no asociamos la educación con un asunto de justicia, democracia y ciudadanía”.
En 1979 retornó a Lima. Allí sería testigo y protagonista de los esfuerzos por alcanzar la unidad de la izquierda, así como del desencanto por sus errores y su fragmentación en los años ochenta. Sobre estas experiencias también escribió. Por esos años ingresó al IEP y fue también convocado para enseñar en San Marcos, universidad donde formaría a numerosas generaciones de antropólogos, sin abandonar una posición de intelectual comprometido con los derechos humanos. Esa suma de experiencias haría que en el 2001 fuera designado, casi naturalmente, como uno de los miembros de la CVR. Al respecto, José Carlos Agüero señala: “…su carácter de intelectual público y su trabajo de investigación sobre la historia reciente confluyeron, de gran modo, para que nos dejara su mayor aporte público: el informe de la CVR. Allí pudo dar esa batalla contra nuestros demonios de la injusticia antigua, contra la violencia bárbara y contra sí mismo”.
— Indispensable —La vida y obra de Carlos Iván Degregori aparecen recorriendo con intensidad superficies y subterfugios de la convulsa historia peruana para hacer preguntas, muchas preguntas, y desde ellas indagar y procurar respuestas que permitan remontar la herencia de un pasado autoritario y excluyente que sigue boicoteando los anhelos de paz y democracia, justicia y respeto en la diversidad. Todo ello es abordado con perspectivas sumamente agudas que parecieran haber sido escritas para lectores del futuro (acaso esto se derive de su gusto por la ciencia ficción), de manera que sus escritos se mantienen vigentes, dialogantes. ¿Cómo se consigue algo así? Rosa Vera, quien trabajó a su lado durante muchos años, destaca la lucidez y la claridad con la que transmitía ideas: “A través de la simplicidad con la que escribió pudo llegar a un amplio abanico de lectores. Quizá aquí juega un papel importante su amor por la literatura, la música, y las artes en general. Creo que él, como pocos, descubrió —y utilizó— el poder narrativo del arte”.
Su biografía, marcada por una multiplicidad de experiencias y paisajes, se muestra continuamente motivada a observar la realidad con diferentes lentes, a no caer en la simplificación de las cosas. Explora en todas las cuestiones que le inquietan y estremecen, sobre ellas reflexiona y escribe con profundidad y grandes horizontes, sin perder de vista el lado humano de la historia. ¿Cómo pudo producir una obra tan extensa y penetrante? Jaime Urrutia señala que entre diversos factores “que hicieron posible que él fuera como fue e hiciera lo que hizo” están “la inteligencia innata, demostrada desde la época escolar; la procedencia de familia migrante a la capital asentada en un barrio populoso; y, por supuesto, la sensibilidad innata incentivada por la militancia y el compromiso político”.
Como redactor principal del informe final de la CVR no solo recorrió el país escuchando testimonios de millares de víctimas, sino que también debió procesarlos. En ese camino asumió esas historias como íntimas: “Mis muertos son todos aquellos por los que opté sentimentalmente y con los que me sentía cercano. Eran las víctimas del desprecio en este país que sufrió tanta violencia de todos lados. Ellos son mi mancha”, diría poco antes de morir. Muchos de sus amigos atribuyen su enfermedad a su acercamiento profundo al dolor recogido en la CVR; él mismo lo aceptaría con extraña tranquilidad. Haciendo un balance de su vida, apuntaría: “ganó Eros sobre Tánatos. Tal vez eso es lo que me tiene en cierta paz, a pesar de que a veces siento que me fallo yo mismo. Eros le ganó a Tánatos, a pesar de todas las dificultades que yo haya podido tener. Y gracias a todos los que lo hicieron posible, que es casi todo el mundo”.
Julio Cotler, Jürgen Golte, Romeo Grompone, Rosa Vera y Elizabeth Andrade nos cuentan por qué leer a Carlos Iván Degregori.
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— Las “Obras escogidas” de CID —Carlos Iván Degregori vivió cautivado por el poder de la palabra. Al momento de su muerte, el 18 de mayo del 2011, dejaba una obra gigantesca, buena parte de ella reflejada en innumerables artículos, ensayos, libros, colaboraciones, copiosas entrevistas que aplicó y que le fueron aplicadas, por no mencionar las traducciones que realizara, sus poemas y textos sobre música, cine y literatura, o sus artículos humorísticos publicados en revistas como Monos y monadas.
En el 2010, el cáncer que había logrado sobrellevar se agudizó y el IEP apostó por llevar adelante el proyecto de sus “Obras escogidas”. Esto suponía un trabajo de recopilación y selección de largo aliento en el que Degregori se dispuso a participar hasta donde las fuerzas le alcanzaran. Junto a él, y con la complicidad de su hermano Felipe Degregori, los investigadores José Carlos Agüero y Pablo Sandoval —editores académicos de estas obras—, en una batalla contrarreloj, lograron seleccionar y organizar los textos para su publicación. Lo hicieron a lo largo de cinco semanas, las últimas de su vida, grabando en video las conversaciones e indicaciones que surgían en ese proceso.
Los 14 volúmenes de esta colección recogen la variedad de sus exploraciones, donde los derechos humanos y la violencia política ocupan un espacio significativo; pero en estos hallamos igualmente notables e imprescindibles trabajos sobre otras esferas que lo envolvieron. Un sello característico de su obra es el lugar central en que coloca a las personas, a sus acciones y a su agencia, evitando que el análisis de las estructuras más dominantes y abstractas opaque esa visión más humana y no menos poderosa de la historia.
De las grabaciones registradas durante el proceso de selección surgió póstumamente “Aprendiendo a vivir se va la vida. Conversaciones con Carlos Iván Degregori”. Este libro se lee como unas memorias francas, vitales, que comparten lecciones aprendidas y reflexiones al final del camino; una lectura indispensable para quien se interese por la política, las ciencias sociales y la historia reciente del país, o sencillamente para cualquiera que aspire a vivir la vida con intensidad y altura. Sobre este libro, Sandoval y Agüero señalan: “Carlos Iván […] habló con libertad, como se hace en la confianza. No habló para la historia. Pero creemos que así fue mejor porque, inevitablemente, al hablar de él y su generación, la historia reciente fue invocada con naturalidad”.