Acostumbrados como estamos a la romantización de la maternidad, el trabajo que realiza la mujer ha sido visto, a lo largo de la historia, como un ejercicio en el que el amor sería el motor que impulsa a la progenitora no solo a cuidar de sus hijos, sino a hacerse cargo de las labores domésticas 24 x 7. La remuneración para quienes realizan esta labor satisfactoriamente no se contaría de forma material, pues el cariño es la única recompensa que —se supone— el corazón de una madre necesita.
El colectivo Las Tesis, en su libro Quemar el miedo, señala que son las labores de cuidado de la familia y las tareas del hogar las que, desde siempre, se han postulado como propias o naturales de la mujer. “Para el feminismo, es importante entender el cuidado como un trabajo para, entre otras cosas, quitarle la dimensión afectiva vinculada al amor que pareciera conllevar naturalmente, como si el amor correspondiese a una forma de pago que oculta la explotación”, escribe.
Para definir la economía del cuidado, podemos citar a la abogada española y fundadora de la organización Inspiring Girl, Miriam González, quien señaló en una entrevista a este diario que “es intolerable que el sistema de productividad se base en el trabajo gratuito de las mujeres”, sobre todo en el contexto de la pandemia de la COVID-19.
El trabajo realizado en el hogar, históricamente ninguneado o poco reconocido, ha empezado, desde hace algún tiempo, a ser tema de debate en el mundo. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) señala la necesidad de hallar soluciones a la prestación de cuidados —caracterizados por falta de beneficios y protecciones que derivan en abusos físicos, mentales y, en algunos casos, sexuales— para que las mujeres gocen de igualdad de oportunidades en el mundo del trabajo. Entre las soluciones planteadas, se encuentra establecer redes de contención que apoyen a las madres, subvencionadas por Estados o empresas, como guarderías o mayores descansos por paternidad.
Construcción social
En el ensayo Economía del cuidado, equidad de género y nuevo orden económico internacional, la economista argentina Corina Rodríguez Enríquez explica que lo que particularmente interesa a la economía del cuidado es la relación que existe entre la manera en que las sociedades organizan el cuidado de sus miembros y el funcionamiento del sistema económico.
Rodríguez señala que, desde el punto de vista feminista, la economía del cuidado refiere al espacio donde la fuerza de trabajo es reproducida y mantenida, incluyendo todas aquellas actividades que involucran la atención de los miembros del hogar, la crianza de los niños, las tareas de cocina y limpieza, el mantenimiento general del hogar, y el cuidado de los enfermos o discapacitados. “Existe una creencia generalizada que sostiene que las mujeres están naturalmente mejor dotadas para llevar adelante el cuidado de los niños y niñas, y, por extensión, esto les otorga una ventaja comparativa para proveer de cuidado a otras personas, incluyendo a los mayores y enfermos y, de paso, al resto de los adultos de los hogares. No hay evidencias que sustenten este tipo de afirmaciones. La especialización de las mujeres en las tareas de cuidado es una construcción social basada en las prácticas hegemónicas patriarcales”, añade.
La investigadora de la Universidad de Barcelona Montserrat Jiménez escribe, en el trabajo La mujer en la esfera laboral a lo largo de la historia, que excluir a las amas de casa de la esfera laboral es como pensar que los esclavos no eran trabajadores, sobre todo cuando ambos tenían algo en común: trabajaban en la esfera de lo privado. “Ha sido preciso que las mujeres se incorporasen de manera masiva al mercado de trabajo para que tantas ejecutivas, profesionales liberales y obreras cualificadas —o no— descubriesen con estupor que criar un hijo es más absorbente que la más exigente de las profesiones y que, comparado con lo que llega después, el antes temido momento del parto sea una menudencia”, explica.
Evolución del rol materno
Según señala la investigadora de la Universidad de Guadalajara Cristina Palomar Verea en Maternidad: historia y cultura, fue durante la Ilustración cuando se acuña la idea de la “buena madre”, siempre sumisa al padre, pero valorizada por la crianza de los hijos. “En esta época, la función materna absorbe la individualidad de la mujer, al mismo tiempo que se perfila la separación de los roles de la madre y del padre en relación con las tareas de educación y manutención de la prole. Los planteamientos rousseaunianos transfiguraron a la madre hablando de la importancia de su amor: la función reproductora, completamente animal, se borraba frente a la afectividad, recurso esencial de la educación maternal, convirtiéndose en el motor fundamental de una nueva cultura. La glorificación del amor materno se desarrolló durante todo el siglo XIX, llegando hasta los años sesenta del siglo XX”, escribe.
La misma autora señala que, con el crecimiento de la industrialización y el surgimiento del ámbito “privado”, las mujeres fueron dejadas en este nuevo ámbito, que era marcadamente diferente de la esfera pública. “Los límites y el aislamiento de la arena doméstica pusieron en cuestión el lugar y la función de las mujeres, y la crianza de los niños comenzó a ser su responsabilidad primaria, al mismo tiempo que esta tarea se privatizaba y se devaluaba cada vez más. La posición de las mujeres fue, de ahí en adelante, menospreciada, ya sea a través de su devaluación o bien por medio de una mezcla igualmente difícil de idealización y desprecio”.
Y, en su célebre obra El segundo sexo ( 1949 ), Simone de Beauvoir afirma que “en la maternidad, la mujer realiza integralmente su destino fisiológico; esa es su vocación ‘natural’, puesto que todo su organismo se halla orientado hacia la perpetuación de la especie. Pero ya se ha dicho que la sociedad humana no se encuentra abandonada nunca a la naturaleza. Y, desde hace un siglo, en particular, la función reproductora no es dirigida por el solo azar biológico, sino que es regida por las voluntades”. Ese, por supuesto, es otro tema.
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