Recientemente, ha aparecido el libro Historiadores y diplomáticos: Raúl Porras Barrenechea y Guillermo Lohmann Villena. Como lo indica en su introducción, el autor, Hugo Pereyra Plasencia, se propone comparar las biografías de estos dos grandes diplomáticos y académicos peruanos para entender cómo combinaron sus dos profesiones. Comienza diciendo que de Porras y de Lohmann, como diplomáticos, se sabe muy poco. Pero no por falta de actividad o de logros, sino por ese rasgo tan característico de los servicios exteriores de todo el mundo que es la confidencialidad.
Sin duda, deben existir en los archivos de la Cancillería muchos textos de análisis y de reflexión que fueron suscritos por Lohmann y Porras, que se encuentran inéditos para el gran público y que fueron compartidos solo con sus colegas y miembros del Ejecutivo a un nivel reservado, así como otros materiales que fueron públicos, aunque ahora estén olvidados. Con relación a los primeros, y ya superado el tiempo de las disputas territoriales, nos referimos por ejemplo a estudios completos sobre las áreas fronterizas que bien pueden ser de utilidad como fuente para los historiadores de hoy. Con relación a los segundos, sería interesante ubicar y poner en contexto las presentaciones que Porras tuvo en los debates de la inauguración anual de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que se realizan todos los meses de setiembre, donde el entonces Canciller (lo fue desde 1958 hasta 1960) debe haber plasmado en unas cuantas cuartillas la posición internacional de nuestro país en esa etapa de la Guerra Fría.
La importancia de la historia
De la extraordinaria calidad de Porras y de Lohmann como historiadores no cabe la menor duda. Así como sin Basadre no tendríamos un esquema global de la República, sin ese académico liberal que fue Porras no manejaríamos una visión general sobre el nacimiento del Perú, reflejada en las célebres Crónicas de Indias, aparte de infinidad de otros aportes que no cabe reseñar aquí. Asimismo, sin ese caballeroso erudito que fue Lohmann (quien, además, fue el más prolífico historiador peruano de todos los tiempos), careceríamos de una visión del Gran Perú de los siglos XVI y XVII: ese tiempo del nacimiento del Virreinato donde los peruanos hundimos parte de nuestras raíces, la época de Santa Rosa, de Amarilis indiana y del pintor cuzqueño Diego Quispe Tito, del emporio del Callao, del Conde de Lemos, de la plata y de los piratas que asediaban ávidos la opulenta Ophir, además de tantos otros temas afines. Todo eso está muy claro. Pero la pregunta que se hace Pereyra es si existieron vasos comunicantes entre la actividad que Porras y Lohmann tuvieron como historiadores y su trabajo y, sobre todo, su visión, como diplomáticos.
La respuesta es muy clara y hasta rotunda en ambos casos. El punto de vista del historiador profesional enriqueció la visión del diplomático y experto en asuntos internacionales, y viceversa. Esta conclusión aparece nítida en la parte más interesante del libro, que se refiere al contexto internacional y nacional que rodeó la creación y exposición del célebre discurso que Porras pronunció en la asamblea hemisférica de Costa Rica de 1960.
El caso cubano
Con bastante criterio, Pereyra sigue aquí la línea que fue trazada hace unos veinte años por el embajador Carlos Alzamora Traverso, discípulo y admirador de Raúl Porras. Según este punto de vista, Porras se negó a seguir la instrucción del presidente Manuel Prado quien, influido por Estados Unidos, se sumó a la consigna de aislar a la Cuba de Fidel Castro del sistema interamericano. Fue una pieza magistral donde Porras utilizó, una vez más, el enfoque histórico para desarrollar su argumentación.
Dijo una cosa muy simple, cuya lucidez ha venido a relucir como oro con los años: no se podía transgredir los principios de la autodeterminación y de la no intervención en asuntos internos que el Perú había seguido desde los días gloriosos del americanismo, cuando era nación líder en la América Hispánica. En esta línea, enfatizó que no había que romper la familia americana, que era preciso acercar a Cuba a Estados Unidos y evitar así, además de la cuestión de principio, que la primera se arrojara a los brazos de la Unión Soviética, un agente externo a América.
Desautorizado por el presidente Prado, Porras renunció y retornó al Perú, donde sus males cardíacos, y su propia pena, lo agobiaron hasta matarlo en setiembre de ese mismo año 1960. Porras fue así víctima de su valor y de su grandeza personal, así como de su actitud de seguir con fidelidad la línea de la política exterior peruana. La historia le dio la razón: a los dos años de su muerte, los soviéticos utilizaron al régimen de Fidel Castro para colocar misiles nucleares en Cuba. Su objetivo no era principalmente (ahora lo sabemos) evitar una invasión de la Isla, sino presionar a los estadounidenses para que retiraran misiles en Turquía. Nunca los Estados Unidos estuvieron en mayor peligro. La hostilidad cubano-estadounidense continúa hasta ahora, pese a la primavera que intentó inaugurar el recordado presidente Barack Obama.
En suma, este libro es un retrato cabal de esas dos grandes personalidades que tuvieron una profundidad oceánica, condensado en una interesante narración donde se funden de manera armoniosa biografía, historiografía clásica, historia de las relaciones internacionales e historia diplomática del Perú. Lo recomendamos vivamente.
Puede adquirir el libro en la página de la Asociación de Funcionarios del Servicio Diplomático del Perú.
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