“No perdono a la muerte enamorada”. Un verso decisivo en la vida de Miguel Hernández, que tenía demasiado que perdonarle a quien le arrebató a su primer hijo, Manuel Ramón, que falleció a pocos meses de haber nacido, y a su amigo del alma, Ramón Sijé, cuando tenía apenas 22 años. Perdonarle a esa muerte enamorada los horrores de la Guerra Civil española en la que combatió, que le sumó cicatrices y ausencias. Y tampoco perdona a la vida desatenta, quién sabe si también por los golpes que le solía propinar su padre, quien le impedía leer para que no descuidara sus labores cuando niño. Y, finalmente, tuvo que perdonar al tiempo, por someterlo a los rigores de una injusta prisión por “atentar” contra un Estado fascista, y por los pocos años que le permitió vivir.
“En mis manos levanto una tormenta/ De piedras, rayos y hachas estridentes/ Sedienta de catástrofes y hambrienta/ Quiero mirar la tierra hasta encontrarte/ y besarte la noble calavera/ y desamordazarte y regresarte. /Volverás a mi huerto y a mi higuera/ por los altos andamios de las flores… /que tenemos que hablar de muchas cosas/ compañero del alma, compañero”.
Este fragmento del poema “Elegía”, incluido a último momento en el que está considerado su mejor libro, “El rayo que no cesa”, fue dedicado precisamente a la memoria de Sijé. Y al lado de “Nanas de la cebolla”, debería figurar entre los versos más hermosos del mundo. En los años setenta fueron elevados a un altar musical en la voz de Joan Manuel Serrat, que en tres de sus discos los convirtió en imperecederas canciones que dieron a conocer a las nuevas generaciones los poemas del pastor de cabras oriolano, que creció entre higueras y limoneros. Aunque Serrat no fue el único. Porque se puede afirmar que se trata de uno de los poetas más cantados y musicalizados del siglo XX, por grandes intérpretes como Ana Belén y Víctor Manuel, Camarón de la Isla, Paco Ibáñez, Los Lobos, Silvio Rodríguez, entre muchos otros que contribuyeron a sostener su recuerdo.
Tres grandes figuras apoyaron a Hernández con su amistad, tanto en lo personal como en su vocación irrenunciable de poeta: Pablo Neruda, Federico García Lorca y Vicente Aleixandre. Neruda se refería a Miguel como “una persona de aspecto rústico y sencillo que usaba alpargatas”, y compartió públicamente sus historias sobre la dicha que le producía escuchar el sonido del vientre de sus cabras al dormir, y el subirse a los árboles más altos para silbar, imitando el sonido de las aves. García Lorca afirmaba que el simple hecho de estar con Miguel le ocasionaba felicidad, debido a su simpleza e inocencia y su forma peculiar de ver el mundo. Vicente Aleixandre, quien según dicen sentía por él mucho más que amistad, estuvo para él en sus momentos más difíciles, y sostuvieron una larga correspondencia que fue descubierta luego de la muerte de Hernández.
Su obra poética más importante está comprendida en los libros “Perito en lunas” (1933), su primer libro, que tuvo inmediato reconocimiento, “El silbo vulnerado”, “El rayo que no cesa” (1936), que incluye sus más grandes poemas de amor, “Poemas sueltos”, “Viento del pueblo”, “Cancionero y Romancero de Ausencias”.
Miguel Hernández tomó parte activa de la Guerra Civil española, y al final de esta intenta salir del país pero es detenido en la frontera con Portugal.
El poeta fue condenado a muerte, pero se le conmutó la pena por la de treinta años de prisión. No los cumplió porque murió pronto de tuberculosis.
Y si me matan, bueno
El poeta, nacido en Orihuela, Alicante, en 1910, escribió que un limonero había influido más en él que todos los poetas juntos. Ha sido incluido, casi de contrabando, en la llamada generación del 27, junto a nada menos que Pedro Salinas, Jorge Guillén, Gerardo Diego, entre otros. Hoy, la ciudad de Jaén (Andalucía) es heredera y custodia de su legado, que incluye alrededor de seis mil manuscritos, folletos, partituras, grabaciones e imágenes, la mayoría conservados por Josefina Manresa, su esposa y musa de toda la vida, que supo compartir con enorme integridad la difícil existencia de Miguel.
A pesar de su amor por la vida, Hernández parecía no temerle a la muerte. Por algo tituló uno de sus poemas “Y si me matan, bueno” (también convertido en canción). Porque su fuerza, además de su palabra (expresada como poeta y dramaturgo), residía en que todos los espacios en sombra que atravesó no lograron apagar su alegría ni su entusiasmo por las causas que lo impulsaron, y aunque le fueron esquivos, definitivamente existieron. Y fue capaz de disfrutar del breve reconocimiento que obtuvo en vida, del amor y la pasión amorosa, del calor de la amistad y la ternura de ser padre. En el poema “Nanas de la cebolla”, le escribe a su segundo hijo Manuel Miguel desde prisión: “Tu risa me hace libre, me pone alas. Soledades me quita, cárcel me arranca”.
Miguel Hernández exhaló su último aliento en 1942, en una prisión de Alicante, a causa de la tuberculosis. Tenía 31 años. Josefina lo sobrevivió largamente, y murió en 1987, a los 71, debido a un cáncer que no pudo vencer. Pero Miguel continúa regresando a nosotros por los altos andamios de las flores, las higueras y los limoneros de su infancia. Como señaló Neruda, “recordar a Miguel Hernández, que desapareció en la oscuridad, y recordarlo a plena luz, es un deber de España, un deber de amor”. Un amor sin límites ni fronteras.
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