Caminar es una actividad ideal: no resiente las articulaciones, no implica desarrollar una destreza especial, invita a adoptar un ritmo hipnótico de efecto relajante, lo puede hacer cualquiera y es gratis. La ciudad debería estar más o menos diseñada para recorrerla, aunque la preeminencia del peatón en el diseño urbano ha sido amenazada por la prepotencia de los automóviles y la torpeza de los alcaldes, quienes creen que para solucionar los problemas de tránsito se debe aumentar asfalto a costa de árboles y calzada, los aliados naturales de quienes marchan. Nada más falso: bastaría con caminar y tener un mejor transporte público. Pero las soluciones simples parecen siempre postergadas en pos del derroche.
Existen, sin embargo, algunos competidores nuevos para el caminante más allá del conductor peruano, su viejo predador natural. Se trata de ciclistas, skaters, runners y crossfitters. Los más odiosos son los primeros.
Los ciclistas recorren la ciudad con una coartada: ser un colectivo moralmente superior a los demás, sobre todo a los vehículos propulsados por energía fósil. Esa excusa les dota de un aire primermundista que buscan expresar a través de vestidos de colores chillones, artilugios sofisticados y velocípedos cada vez más aparatosos. No habría ningún problema con el mal gusto si no viniera con atropello. El ciclista limeño posee una duda de origen, la de no saber si conducirse por la vereda, la ciclovía —cuando está delineada— o la pista. Ello lo lleva a conducir con torpeza, con poca predictibilidad y sin consideración. Su principal rival es el chofer, a quien busca incordiar incluso a costa de su salud; al peatón, en cambio, lo desprecia llanamente, lo roza sin vergüenza y sin disculpas e, incluso, le exige apartarse de la vereda como si fuera dueño del camino y permitiera el uso compartido como un favor.
Los skaters son más rudimentarios y parecen estancados en una fase preverbal. En general no molestan, salvo por la horrible tendencia territorial a apropiarse de espacios públicos que consideran idóneos para la práctica de su hobby. Si a uno se le ocurre pasear por un espacio invadido, sucede algo curioso: ignoran a los peatones al punto de chocarse con ellos, lo que no suele ser un problema para los adultos alertas, pero sí para niños, ancianos y turistas. Duele especialmente cuando el skate choca el talón, pero estos accidentes suelen compensarse por un espectáculo cotidiano: verlos masacrarse rutinariamente en sus intentos fallidos por hacer ollies bajando escaleras. Caen una y otra vez de las formas más variadas y el peatón no puede sino morbosearse con tremendo schadenfreude. Los skaters tienen un atenuante: son una tribu triste, quizá por su origen derivativo y dependiente de las subculturas urbanas de Los Angeles, a quienes penosamente imitan. Al verlos con los jeans caídos, al escucharlos repetir las maneras aprendidas de los guetos estadounidenses, cuesta no sentir compasión por la farsa.
Los runners son el colectivo más difícil de caricaturizar. Los hay de todo tipo: los profesionales, los desesperados, los extenuados y aquellos que, en un trote tan leve que parece un rápido andar, apenas califican como tales. De todos, son los primeros los más complicados, más cuando salen en grupo y se comportan como una tropa indiferente a las necesidades ajenas. Para mantener la cohesión de la manada se dan órdenes militares, algunos incluso llevan banderas. Son, además, altisonantes y toscos, y como si fueran una estampida arrasan sin temor con todo aquello que tienen en frente. Es el triunfo del pelotón sobre el individuo, y lo más sensato es hacerse a un lado y evitar la colisión. Los corredores solitarios, en cambio, suelen ser simpáticos o solipsistas, y ambos extremos aseguran una convivencia correcta. El saludo es una deferencia, no una obligación.
Nada prepara al caminante, sin embargo, para la aparición del recién llegado: el crossfitter. Uno los puede distinguir porque siempre están en aprietos, ya sea arrastrándose por el barro en un parque, haciendo piques contra un reloj imaginario o tratando de tumbar árboles con sogas. Quien los viera puede pensar que han tolerado un lavado de cerebro: pagan a instructores para que les inflijan grandes dosis de sufrimiento. También puede ser una nueva expresión de sadomasoquismo socialmente aceptada. Lo bueno es que no suelen molestar a nadie que no sea a ellos mismos, así que el único incordio que ocasionan es transformar un paisaje calmo en otro angustiante. No es agradable ver a tus vecinos en modo martirologio, pero siempre se puede mirar el mar.
Como el lector podrá ver, no importa el medio en el que se movilice el peruano, siempre se las arregla por demostrar su falta de civismo. La diferencia, que no es poca, consiste en qué medio pone uno en sus manos. Dele al peruano una 4x4 o una combi y aténgase a las consecuencias. Invítelo a caminar y vea cómo la capacidad de daño se reduce a niveles ridículos.
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