Llevábamos cinco meses viviendo en Barranco. Carlos estaba cansado de su trabajo; Ana no conseguía encontrarse. Nos refugiábamos en los libros, y conseguirlos significaba viajar a Quilca, a Miraflores, a San Isidro.
Encontramos un lugar. Los amigos nos ayudaron a lijar y pintar. El día antes de abrir nos dimos cuenta de que los pocos libros que había se caían continuamente. El padre de Ana dijo “¡lentejas!”, y desde entonces se quedaron las latas como expositores.
Pronto la librería creció en todos los sentidos: vecinos aportaron sus libros para organizar una biblioteca, artistas se ofrecieron para exhibir su obra, escritores y escritoras conversaban. Editoriales cartoneras hacían talleres, encuentros de fanzines, muestras de cortos, siempre gratuitos. En pocos meses La Libre ya era otra cosa, se había convertido en el punto de encuentro de personas con ganas de hacer cosas, de descubrir cosas. La Libre les pertenecía.
Desde Víctor contando con su pututo la historia de la tortuga que no sabía nadar a Gabriela Wiener, Rocío Bardají y Jaime Rodríguez compartiendo nuevas posibles formas de quererse. Desde Diego Trelles Paz convocando a cinco autores a leer fragmentos de sus obras a Mariana Enríquez contando por qué el terror es cotidiano.
Hemos visto a niñas pasar de agitar los libros a leer solas sus primeros cuentos. Hemos acompañado a Eduardo, de la biblioteca, en su reto de leer cincuenta libros, porque viajar no podía y decidió hacerlo leyendo. Hemos sido muy felices y sabemos que es una felicidad compartida.
Por eso duele. Porque una ciudad que pierde un espacio cultural pierde mucho más que un espacio. Demuestra, a golpe de constructora e impunidad, que importa más el concreto que el tejido social y la cultura. “Más libros, más libres” es nuestro lema. Si no somos nosotros, otros lo harán posible de nuevo. Estamos seguros.