Todos nos miramos diariamente ante espejos que nada reflejan. Si es que no los llevamos a la mano, ellos aguardan a la orden desde la pared del dormitorio, del restaurante, o dormitan frente a nosotros en el trabajo. Cualquier pantalla de cristal líquido, como son las de los celulares, televisores o computadoras, se conoce como espejo negro que en su opacidad latente y reflejo velado se ha transformado en condensador de las posibilidades del terror contemporáneo vía streaming.
Al menos eso es lo que sostiene la serie británica “Black Mirror”, que acaba de lanzar su tercera temporada por Netflix y que desde su nombre advierte que ahora el abismo es portátil y electrónico. Black Mirror sustenta, con éxito, una precisa sincronicidad entre las tendencias tecnológicas y los miedos actuales. Lo que asusta ahora ya no es la muerte por sí misma —grosería banalizada por la familiaridad del noticiero—, sino lo que puede suceder dentro de 15 minutos con una repercusión electrónicamente social de por medio.
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El creador de la serie es un columnista inglés, cuarentón y sarcástico, llamado Charlie Brooker, quien paradójicamente sostiene que cada día tiene menos que decir en este hábitat de compartir absolutamente todo en las redes. Por eso es que ha restringido lo suyo a la elaboración de posibles pesadillas, es decir, historias de terror merecedoras de aplausos.
Es el caso por ejemplo de uno de los relatos que nunca llegó a grabarse: trataba acerca de un smartphone cuya recarga demanda el equivalente de 10 minutos de vida. ¿Alguien volvería a cargarlo? Pues dependería de la urgencia que se tuviese por llegar al siguiente nivel de Candy Crush o de postear un selfie irrepetible. Hasta acá se escucha a la gente pensar en si es que lo haría o no.
Antepasado por línea directa de “Black Mirror” es el genio televisivo de un exboxeador amateur de Siracusa, Nueva York, el irrepetible Rod Serling. De su mente brotaron las fundacionales “La dimensión desconocida” y “Galería nocturna”, series televisivas de horror que fueron fenómenos de culto global. También están en Netflix. Y posiblemente pudriéndose dentro de latas en el archivo de algún canal de Lima.
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El carácter de Serling radicaba en su ímpetu literario, un llamado de auxilio antes que un canto lírico, y en la factura de una dramaturgia hecha a mano. No atribuía la escritura al celestial llamado divino que caía sobre su cabeza de elegido como una forma de revelación superior. Para él, ello era artesanía terrorífica con la que pagaba los frejoles. Y resumía esta manufactura de la sorpresa y lo inesperado en dos puntos básicos: una explosión debe ser un susurro y el final es solo el comienzo. Estos son los dos elementos sine qua non de cualquier historia digna de ser calificada como propia de La dimensión desconocida, categoría que ha desbordado su rubro y se aplica ahora transversalmente a una situación romántica, un episodio político o hasta una forma de gobierno municipal.
Lejos de las amenazas de la distopía tecnológica que actualmente perturban a través de los capítulos de “Black Mirror”, La dimensión desconocida lidiaba con otro diagnóstico social: la Norteamérica de posguerra. Victoriosa pero traumada, digamos tal como está ahora a días de las estrambóticas elecciones presidenciales entre dos extraterrestres, se presentía algo espeluznante por suceder en medio de la placidez estadounidense. Pasa en las películas, pasa después de las guerras. La tranquilidad de un parque puede ser engañosa emboscada para quien vuelve tras haber muerto muchas veces en combate.
Serling había sido de esos. Combatiendo en el Pacífico cayó desarmado ante un soldado japonés. Este gatilló su arma una, dos, tres veces, y la pistola nunca disparó (un compañero suyo acabó abatiendo al enemigo). Ese instante duró toda la vida para Serling, congelando el instante decisivo, como en una foto de Cartier-Bresson, pero con la mosca azul de la muerte posada sobre la frente. Por eso para él no había dimensión más desconocida que la normalidad. En realidad solo un estado pasajero, aquel previo al caos.
Compruébelo cualquier domingo, usualmente hacia el final del día. La pantalla oscura del celular espera y mira, sin apuro. Y en un momento anticipa tenuemente, un brillo veloz y silencioso, la tragedia por suceder. Como diciendo yo sé algo malo que tú aún no sabes.