1993. Yo tenía 17 años, cursaba el último año de secundaria y, como todos los adolescentes de mi generación, ya había cobrado conciencia de habitar un país que solo ofrecía incertidumbre, una constante sensación de desvalimiento y, lo peor de todo, una invulnerable monotonía. Éramos gobernados por hombres autoritarios y mediocres que se habían atornillado en el poder con la coartada de haber intercambiado el caos por la paz de los cementerios.
Había muy pocas rendijas por las que un chico como yo podía escapar de esa grisura que parecía devorarlo todo y marchitar desde el saque cualquier brote de imaginación. Una de ellas era la revista Caretas. Porque en ese entonces publicaban ahí algunos jóvenes escritores cuyo estilo fresco y desafiante me advertía de que la vida estaba en otra parte. Todos los lunes —en esa época salía los lunes—, después de clases, me acercaba al quiosco más cercano. Lo primero que hacía con la revista en la mano era buscar “Vibraciones”, la sección de novedades musicales a cargo de Sigfrido Letal.
Ese señor Letal no solo escribía con un estilo pleno de humor ácido que en estos tiempos de insoportable corrección política sería imposible, sino que además sus reseñas estaban construidas sobre la base de apuntes inteligentes y didácticos —cosa que en los días antes del internet solo podía agradecerse— y a veces a partir de una desopilante arbitrariedad donde el gusto personal se imponía por demolición (¡cuánto hemos retrocedido en esto, qué circunspectos y timoratos nos hemos vuelto hoy, en el futuro!). Después me enteré de que Sigfrido Letal se llamaba Óscar Malca, y que Óscar Malca acababa de publicar una novela titulada Al final de la calle.
La busqué, la compré, la leí. Recuerdo bien la potente sensación que me causó leer la historia de M, ese muchacho torturado, sumergido en los excesos de la juerga, errante entre las calles de su barrio decadente, y obsesionado con su eterna búsqueda por conseguir un trabajo, una chica que lo comprendiera, una mínima posibilidad de destino a la que poder aferrarse. Al igual que No se lo digas a nadie o Salón de belleza, ese libro se convirtió en una de las ficciones peruanas que caló hondamente en ese joven impresionable que era yo a mediados de los noventa.
NOVELACiudad de M Editorial: Literatura Random House, 2018 Páginas: 205Precio: S/49,00
Ha pasado un cuarto de siglo de todo esto. Al final de la calle ha sido reeditada por séptima vez, en esta oportunidad bajo el nombre de Ciudad de M, con el que fue originalmente concebida. He regresado a ella después de muchos años con el miedo de que, como ha ocurrido con otros libros que quise en mi adolescencia, no hubiera resistido el paso del tiempo. No ha sido así. La novela de Malca mantiene la intensa sensibilidad con la que recreó el degradado y a la vez seductor paisaje de Magdalena, así como el aprendizaje vital y sentimental del protagonista y su collera. Con esa distancia que otorgan los años, puede entenderse por qué. Ciudad de M goza del raro y difícil mérito de haber comprendido la época que aspiró retratar en el mismo momento en el que esta se desarrollaba, convirtiéndose de este modo en una auténtica y acerada crónica del final de los ochenta y principios de los noventa, etapa caracterizada por el empobrecimiento de una clase media en retirada, la violencia de las tribus urbanas y una ley de la calle donde “quienes son débiles, no sobreviven. Si uno no pertenece a la raza de los tiburones, tiene que ser suficientemente mosca para no ser atrapado por sus fauces insaciables”.
Esa es la disyuntiva en la que M se debate a lo largo de esta historia; su única escapatoria es demostrar o simular esa fortaleza de la que muchas veces carece para no ser aplastado. Emergen así los sucedáneos que le permiten atravesar la tempestad: el delito, las drogas, la música que aturde los sentidos, el hooliganismo. A diferencia de otras novelas o libros de cuentos que cedían al efectismo malditista para escamotear limitaciones narrativas, aquí estos elementos aparecen porque son el último recurso para unos personajes que, atrapados en esa trampa que es Lima, se refugian en la violencia o en el vicio para evadir una desolación para la que no hay salida aparente.
Ciudad de M nació sin pretensiones. Su estructura fragmentaria no es un alarde posmoderno, sino una necesidad de construir una historia desde las circunstanciales limitaciones de quien la escribió con más instinto que oficio. Esa secuencia de viñetas, de actos truncos o sugeridos, le otorga esa atmósfera sin sentido y enrarecida que enriquece la visión del sórdido laberinto por el que Malca nos conduce. Ciudad de M ha dejado de ser una novela representativa de su tiempo para convertirse en un libro de culto dentro de nuestra tradición.
M y sus amigos deben estar celebrando esto en alguna ruinosa esquina de su barrio, ya viejos pero siempre de pie.