1) Ser un músico frustrado. El haber tenido contacto de manera más entusiasta que virtuosa con el acto musical instala una valoración especial en el verdadero artista, encontrándose la admiración con la curiosidad. Por eso los fotógrafos de rocanrol cogen una guitarra y rasgan con infradotada pericia las mismas tres notas de siempre preguntándose qué hubiera pasado si hubiesen persistido en la música. La respuesta es despierten. Eso no sucedió. Ustedes son fotógrafos de rocanrol.
2) Poseer habilidades innatas en la ingeniería social. El fotógrafo de rocanrol sabe que sus fotos del concierto solo serán tan buenas como el acceso que llegue a tener. Esto hace de él un cultor y un virtuoso del floreo y del arte de escabullirse. Todo con tal de evitar la drástica regla fotográfica de “a menos acceso, mayor lente”, lo cual lo convierte en agobiada bestia de carga que deambula heroicamente entre una masa que baila, salta y poguea sin ninguna consideración hacia su sacrificio. El fotógrafo de rocanrol desarrolla por instinto de supervivencia un oído propio, que le traduce aleatoriamente lo que le dicen. Por ejemplo, cuando escucha: “Solo puedes fotografiar dos canciones”, el oirá: “No dejes que te vea fotografiando las restantes 40”. 3) No tenerle asco al sudor ajeno. El fotógrafo de rocanrol sabe que el suyo es un oficio de contacto. El prójimo estará más próximo que nunca, y mientras más cerca, mejor. Empresa nada fácil teniendo en cuenta las probables sustancias psicotrópicas que suelen gobernar al público y hacerlo transpirar con entusiasmo. Esta alquimia de gente, sudor y drogas es la que se celebra laicamente en los conciertos, orgías paganas con ropa y música de fondo. La etimología de la conjunción de palabras inglesas de la cual deriva nuestro rocanrol son rodar y mecerse, revolcarse y sacudirse, alegorías coreográficas para referirse al acto amatorio con algo más de cadencia y musicalidad que otros géneros innombrables. Podría citarse un verso autoexplicativo de ese rango: “Mueve el totó, mueve el totó, mueve el totó, totó, totó”. Todo lo anterior abona a favor del rocanrol como una revolcada masiva de libertinaje, por lo que podría decirse que, así como Freud sostenía que el tenis era una metáfora del acto sexual en el que la raqueta fungía de símbolo fálico, el doctor Angulo o algún otro psicoanalista de televisión podría argüir que el masivo lente del fotógrafo de rocanrol es una proyección de su virilidad. O de la que él quisiera tener, en todo caso.
4) Valorar la sabiduría que da la experiencia y el conocimiento que viene con los años, pero estar rotundamente en contra de envejecer y hacer todo lo posible por evitarlo en un sentido filosófico que —seamos honestos— es el único posible. No se confunda esto con el triste recurso del tinte capilar cucarachento, las prótesis de triste plástico o las blanquísimas dentaduras que ríen solas, baratijas inútiles de alguien que confunde piel con alma. La tarea en cuestión es más ambiciosa. Es no dejarse derrotar por el cansancio que hace ver repetición en la ilusión, no rendirse por la acumulación de reglas que se amontonan con el tiempo, ni deslumbrarse por el oscuro destello del cinismo; para en cambio mantener encendida esa brasa rebelde que incita a la travesura libidinosa, a romper las reglas apenas sea posible, y a ser lo que se tenga que ser sin necesidad de estar explicándole nada a nadie. Si los médicos internistas dicen que uno tiene la edad de sus arterias, el fotógrafo de rocanrol sabe que tiene la edad de lo que escucha.
(*) Texto de presentación del libro de fotografías “Rocanrol”, de Javier Zapata, editado por la Fundación BBVA.