La distopía es el género que desarrolla el futuro cuando las cosas van mal. Es, ante todo, una narrativa que se nutre de dos ingredientes: la proyección tecnológica y la reflexión moral. La primera, lo que hace algunas décadas se conocía como literatura de anticipación o especulación ficcional, permite el desarrollo de la segunda, pues casi siempre es una parábola. Lo hace al intervenir las formas de intermediación entre el hombre y los demás, sean estos pareja, familia, mercado o Estado. En un resumen apretado, la idea implica imaginar cómo amaremos, cómo cuidaremos a nuestros padres, qué podremos comprar y a quiénes y, finalmente, cómo se regulará todo eso. Las posibilidades suelen ser espeluznantes, pues el cambio de escenario siempre tiene un costo en la libertad del individuo. La distopía es, en esencia y por origen, un género liberal.
La literatura ha dado clásicos como las obras maestras de Orwell, Huxley y Bradbury; el cine ha transitado la idea desde “Metrópolis” de Lang hasta “BladeRunner” de Scott, a la vez que los estudios norteamericanos han creado sagas de brillantez insoslayable como “Mad Max” y otras más cuestionables como “Matrix”. En las últimas décadas, la industria del videojuego ha utilizado la premisa generosamente, sobre todo en las franquicias de simuladores de tiro como Call of Duty, Metal Gear y Half-Life. Es en la televisión, sin embargo, donde se encuentra el ejemplo más acabado del género, con el perdón de Paolo Bacigalupi y su extraordinaria novela “La chica mecánica”. La serie se llama “Black Mirror” y se transmite por Netflix.
“Black Mirror” no posee una trama central ni repite personajes. Cada capítulo, de la primera temporada a la tercera, es autoconclusivo. A diferencia de “American Horror Story”, que se permite un sentido de continuidad en la repetición del reparto, o de “True Detective”, que cambia a los actores con las temporadas pero mantiene el concepto (la pareja de policías en busca de la verdad), no hay entre los episodios de “Black Mirror” otro conector que la obsesión por llevar al límite aquello que hoy percibimos como realidad. El tono suele ser una sátira muy leve que se va deshaciendo hacia el thriller psicológico y que apenas revela su carga moral como un golpe al término de cada historia. La tensión, muchas veces asfixiante, se sirve de distintas preguntas: ¿cuál será el rol social de la tecnología? ¿A qué lugar nos llevará la dependencia con el espectáculo? ¿Cómo será la vida política de las naciones del futuro? ¿Cómo serán sus castigos y qué entenderán por diversión? Cada guión es una respuesta. Algunas de ellas son terribles y muestran la evolución torcida de los inventos que hoy percibimos como magníficos, como la realidad aumentada o los algoritmos que posibilitan la interacción en las redes sociales. Otros supuestos, como la implantación de software cerebral o la necesidad de rentabilizar el sistema penitenciario, no están ni tan cerca ni tan lejos de lo que llamamos presente. El punto, en el fondo, no es ese. El punto es lo que estos artificios cuestionan: las fronteras de nuestra humanidad en las democracias capitalistas.
Esa es una clave de lectura. Como ha señalado Owen James en The Guardian, parte del éxito de la serie es poner en evidencia la ausencia de empatía como marca generacional. ¿Hemos acaso construido un mundo tan moldeado alrededor del individuo y el mercado que el desarrollo de sus respectivas potencias es lo que nos angustia y aterra? Si al inicio del siglo pasado los creadores ficcionaban alrededor del Estado como el ente totalitario que iría a destruir la singularidad humana, hoy su contraparte es la corporación. Si antes el terror era provisto por la conversión del hombre en un mero medio de producción, hoy la fantasía lo reduce al consumo. En uno de los episodios de la última temporada de “Black Mirror”, “Playtest”, la categoría desciende al sujeto al rango de usuario. Una parte de la ansiedad que generan las piezas creadas por Charlie Brooker consiste justamente en que el salto tecnológico que posibilitan esos entornos no es descabellado. Lo sabe todo aquel que tiene una cuenta en PlayStation, Steam o Apple.
Desde Perú, la experiencia es corta, aunque tiene matices y algunas peculiaridades. El largometraje “El limpiador” de Adrián Saba es la obra más lograda de todas las que han intentado una proyección de la peruanidad. La premisa es sencilla (un virus se expande y acaba con una buena parte de la población), la recreación no evade la peculiaridad de una sociedad atrapada entre la pre y la posmodernidad, y la ejecución es técnicamente limpia y puede transmitir, en su tempo pausado, una de las escenas más memorables de nuestra cinematografía reciente: aquella en el Estadio Nacional. El otro aporte es “Mañana, las ratas” de José Adolph, donde el escritor imagina una Lima semiinstaurada en un orden transnacional que debe afrontar la sublevación de una secta de católicos ortodoxos. En esta novela de anticipación hay tecnología, pero también miseria. Como señala Elton Honores en cita de Giancarlo Stagnaro: “En vista de la cotidianidad de la violencia, las casas son amuralladas y electrificadas, además de tener guardias privados vigilantes con ‘uniforme kaki, casco transparente hasta los hombros, como los astronautas del siglo pasado, pistola ametralladora y minilanzallamas, botas negras’; los automóviles están equipados con armamento, además de un sistema de autolimpieza de sangre, para las ‘ratas’ que cruzarán la pista ‘sin hacer uso de los puentes’, o lugares prohibidos, y cuyo atropellamiento es totalmente legal. Esto es, la tecnología (y las leyes) no ha servido necesariamente para integrar a los sujetos, sino para marcar aun más sus diferencias, pues el ‘progreso’ es siempre para unos pocos”.
Como se ve, toda distopía, como sugiere el nombre de la serie británica, es un espejo negro.