A esta altura de nuestras vidas e historias, la escena ya tiene la familiaridad del comienzo de un amor o una muerte en la familia. A todos nos ha sucedido alguna vez. Y allí estuvimos, allí estamos, allí volvemos a estar: en campo o ciudad, de día o de noche, pero siempre con la boca y ojos muy abiertos y mirando muy hacia arriba. Allí arriba, más allá dela tortícolis, los cielos se abren y vienen ellos entre nubes raras y colores extraños y sonidos inéditos. Y vienen a invadirnos. Y llegan. Y ya saben cómo sigue y termina. O no.
Porque todo el asunto tiene un Alfa/Big Bang clásico: los marcianos engripados de “La guerra de los mundos” (1898) de H. G. Wells. De ahí sale casi todo —recomiendo la muy graciosa e ingeniosa antología “War of the Worlds: Global Dispatches” (2013), donde se reporta el asunto con las voces de Henry James, Picasso, Lovecraft, Tolstói, Verne, Roosevelt, Emily Dickinson y siguen las firmas— hasta la gran psicosis radial montada por Orson Welles en 1938, y de ahí a conectar sin esfuerzo con las paranoias del senador Joe McCarthy y la Guerra Fría, donde los aliens ya no eran criaturas tentaculares, sino tan parecidos a nosotros, con la particularidad de que no tenían sentimientos o no podían doblar el meñique o portaban un curioso acento, demasiado parecido al soviético.
Pero, para mí, la variante más interesante de la especie —hasta me permití escribir toda una novela sobre el tema titulada “El fondo del cielo”— ha sido la de los invasores epifánicos e iluminadores y benéficos. Los que arriban para ayudarnos o mejorarnos o contemplarnos como si fuésemos la cosa más divertida e inexplicable con la que jamás se hayan cruzado. Ya saben: el hacer contacto con una inteligencia superior y tal vez salvadora. Una nueva versión de ese Dios que nos creó y nos dejó tirados en el nombre del libre albedrío. Alguien que venga a poner un poco de orden en la casa.
El primer gran hito inaugural de este deseo realizado puede revisarse en el clásico de 1951 —o en su completo y absolutamente innecesario remake del 2008—: “El día que paralizaron la Tierra”. ¿Quiénes la paralizaron? La paralizaron el extraterrestre Klaatu y su robot Gort. Ya se acuerdan, nunca lo olvidaron: las palabras mágicas “Klaatu barada nikto”. Y Klaatu traía un mensaje: como los terráqueos habían alcanzado un desarrollo tecnológico que les permitía autodestruirse, entonces lo mejor era que fuesen destruidos antes de que causasen más problemas a nivel cósmico.
Ahora se estrena una más que noble y disfrutable descendiente de todo eso: “La llegada” (“Arrival” en inglés), del director y guionista canadiense Denis Villeneuve —quien el año que viene se arriesgará a estrenar la segunda parte de “Blade Runner”—, protagonizada por Amy Adams y Jeremy Renner y basada en el magnífico relato de Ted Chiang “The Story of Your Life”. “Arrival” se mira y se entiende y se celebra como otra de esas raras ocasiones —pensar en “2001: una odisea del espacio” y en “Solaris”— donde a los espectadores se nos hace partícipes de la inmensidad del espacio, de lo solos que estamos y de cómo puede cambiarlo todo la súbita irrupción de una visita inesperada. Pero aquí, por fin, se deja de lado esa fácil maniobra de que se hable inglés hasta en los confines más distantes del universo. De lo que trata la película es de cómo comunicarse entre dos inteligencias.
En “Arrival”, Adams es de nuevo una Louise (no Lane sino Banks) quien ha descollado como experta lingüista y ahora se le encomienda la tarea de decodificar la escritura y habla de unos “heptápodos” que han llegado a nuestro planeta en naves ovoides y vaginales, y que tienen algo muy importante para contarnos. El problema es que su lengua y caracteres se parecen demasiado a esas aureolas húmedas que dejan los vasos sobre los manteles de papel de restaurantes humildes pero buenos. Y el tiempo corre porque la solución automática de nuestra especie es ponerse a apretar botones rojos y apocalípticos. Todo esto —trama y jerga de sci-fi muy hard— se nos narra —y esto es una verdadera hazaña formal y estética y estilística— con una melancolía donde se funden lo mejor de Kurt Vonnegut con lo mejor de Terrence Malick. Y un final emocionante donde se accede al premio definitivo de ser dueños de todo el tiempo (y de todos los tiempos) del mundo. Y todo con una cadencia que delata las raíces orientales del norteamericano Chiang. Y no deja de ser interesante que lo más innovador a la vez que tradicional en la última ciencia-ficción (pensar en los muy merecidamente de moda Charles Yu, en Ken Liu, en Cixin Liu) provenga por nacimiento o memoria de tierras muy lejanas y que, a su manera, también se posen ahora como nobles invasores sobre un género occidentalmente saturado y cansado de las sucesivas oleadas extraterrestres contra las que se baten y revuelven los paladines de la Marvel.
Bienvenidos sean. Porque, tal vez, con ellos se renueve la posibilidad de hacer contacto de una jodida vez por todas.
Ya lo dije y lo escribí más de una vez: atrás, muy atrás, ha quedado la amenaza o la esperanza extraterrestre como tema y temor y efectos especiales de película triunfalista estadounidense. ¿A quién le importa si E. T. volvió a su casa, a qué nativo del planeta Tralfamadore podemos resultarle interesantes como materia de estudio? La iluminación evolucionada no vendrá en la forma de una supercomputadora con problemas existencialistas ni en la de un bebé cósmico y mesiánico. La condena a la extinción no nos alcanzará como una máquina de matar extraterrestre que nos utiliza como efímeras incubadoras, ni en la forma de sucesivas oleadas de platillos voladores que apenas disimulan su fachada subliminal y terrena de amenaza amarilla, roja o con barba y turbante.
La ciencia no ficción ha decidido que es mejor quedarse en casa. Retirarse de la carrera especial y de esos transbordadores inflamables, y dar por fin de baja a la estoica y políticamente correcta tripulación de la Enterprise, reemplazando el espacio exterior por el espacio interior, y el año luz de las constelaciones por la sombra virtual de nuestras carcasas de carne que se acumulan en la colmena de Matrix. Acorralado el genoma —vencedores y vencidos—, no nos queda más remedio y distracción que acabar viajando por nuestras tripas y convertirnos así en nuestros propios aliens. Somos invasores de nosotros mismos. ¿Para qué viajar a un cuerpo celeste cuando tenemos nuestro cuerpo tan cerca? Aquel shock del futuro se ha convertido en este crack del presente —utópico o distópico, quién sabe, el tiempo dirá— donde, contra lo que jura el agente Mulder, la verdad ya no está ahí afuera sino aquí adentro, más adentro todavía.
Aun así —la esperanza es lo último que se pierde— continuamos enviando esas sondas/mensajes/botellas al océano cósmico con la secreta esperanza de que alguien las reciba y las entienda.
Y que venga a invadirnos antes que sea demasiado tarde.