La poesía de Emily Dickinson es un tímido portento: sus rudimentos son sencillos —palabras secas, juegos verbales, imágenes claras— y sus paisajes, reconocibles: ríos, mares, pájaros, adversidad.
Y, a pesar de ello, o justamente por emplear materiales tan nobles, su lirismo se hace amable aunque escondido. A veces, sin embargo, unos fragmentos se destacan por su luz y se ofrecen al lector como estrellas que guían una noche larga.
Quien mejor ha llevado ese brillo al español es Enrique Goicolea. No con pocas licencias esta versión busca tributar a la suya, que hasta hace no mucho se podía encontrar en la librería Inestable, en la edición de Amargord.
Presenta algunos problemas: la rima es irreproducible; los incisos tan característicos en los versos de Dickinson son imposibles de replicar en su intención y acento; algunas mayúsculas, propias del inglés, se deben sacrificar en su traición castiza.
Contra lo que indica el lugar común, no es la poesía el refugio adecuado para el aliento: la gran poesía suele estar compuesta, como decía Jorge Eduardo Eielson, de cristales amargos y sustancias aciagas. Y, sin embargo...
Esperanza es una cosa
con plumas
Esperanza es una cosa con plumas
Que cuelga en el alma
Y canta una tonada muda
Que nunca se para.
Y más dulce en la tempestad se le oye
Y muy dura deberá será la tormenta
Para que pueda abatir a esta pequeña
Que a tantos abriga y calienta.
La escuché en la tierra más fría
Y también en el mar más extraño
Pero —nunca— en ningún confín
Pidió un pedazo de mí.
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