No existen palabras para nombrar el horror. Hay intentos: “lo inefable”. No basta. El significante se convierte en una plataforma en busca de un contenido esquivo. La metáfora la provee la medusa: quien ve frontalmente el negro absoluto se convierte en piedra. No hay comunicación. Cuando el lenguaje busca solo transmitir la experiencia se revela inútil. La repetición convierte en letanía el límite: “el horror, el horror, el horror”, escribió Conrad al final de “El corazón de las tinieblas”. La barbarie es por definición muda pero a la vez enmudece. Hubert Lanssiers atajó muy bien la ironía: “Quien no tiene la experiencia no entenderá la palabra. Quien la tiene, no la necesita”. Pero a veces el arte se atreve a intentar un último asedio y busca el doblez en el que se encuentran ética y estética, experiencia y mímesis. Adorno planteó la imposibilidad de la tarea en su famosa sentencia sobre la poesía y Auschwitz (pero ya Celan escribió “Negra leche del alba te bebemos de noche / te bebemos a mediodía la muerte es un maestro venido de /Alemania / te bebemos en la tarde y la mañana bebemos y bebemos”), pero parte del siglo XX ha consistido en revisar la relación entre aquello que se puede representar y lo que no. Hay caminos intermedios. El Nobel a Svetlana Alexiévich parece un mensaje desde Suecia: hay un decir literal, no literario, de enorme potencia artística. ¿Lo practicamos? O lo que es lo mismo: ¿lo leemos? Acompañaría bien la lectura ver las 10 horas y 13 minutos que dura “Shoah” de Claude Lanzmann. El Perú ha hecho su parte respecto a su porción de tragedia, Sendero Luminoso. Hay quienes se sienten con derecho a narrar los años de la violencia política, hayan sido víctimas o no de ella, y existen también quienes creen poder decidir cuándo dicho ejercicio es legítimo y cuándo impostado o trivial. Parte de los debates acerca de la literatura de la violencia y el ejercicio de la memoria consisten básicamente en problematizar el lugar de enunciación: ¿quién se encuentra en la posición políticamente correcta para referir? Lo otro es un asunto moral: ¿es el enemigo un igual equivocado o un monstruo al que hay que negarle palabra, decir y voz? El escozor que genera la lectura de “Los rendidos”, de José Carlos Agüero, se debe en parte a que horada esa frontera. Sin llegar a la valoración artística o al intercambio intelectual, las polémicas periodísticas hacen lo suyo y eventualmente obligan a la democracia a probarse a sí misma (¿cuánto detritus puede fagocitar el sistema?), como lo confirmó hace poco Álvarez Rodrich con Cárdenas Schulte. En Chile se ha llevado la apuesta un poco más allá: Bruno Vidal se “apropió” de la voz de los torturadores del pinochetismo y escribió un poemario magnífico, “El arte marcial”. Sus compatriotas no parecen disfrutarlo tanto. Mientras ocurren estos debates, desde las trincheras genocidas de Medio Oriente resuenan las risas: “Usaremos la democracia para acabar con la democracia”. Judith Butler contesta la lógica con otra: ¿cómo así, durante los estados de excepción, restringimos la libertad para defenderla? No es casual que una de las primeras tareas de todo extremismo, junto con el homicidio bruto, sea abocarse a la censura y a eliminar los espacios para la expresión, la opinión y la risa (como bien lo planteó Eco en “El nombre de la rosa”). La representación y el animus iocandi resultan intolerables a los fundamentalistas, sean cristianos o musulmanes. El atentado a la redacción de Charlie Hebdo, el intento de estallar el estadio Saint Denis y la matanza perpetrada en el teatro Bataclan durante el concierto de Eagles of Death Metal no son accidentales ni pueden leerse como objetivos casuales, ya que en estos espacios reside buena parte de las conquistas últimas de Occidente: la irreverencia irrestricta, el culto al cuerpo y el despliegue abierto de arte profano. Lo único sagrado es nuestro derecho a la apostasía. La respuesta a los atentados debe ser militar, política, social, pero también simbólica, y debe apuntar a reforzar el valor del triunfo ilustrado. El progreso cultural liberal, si cabe tal término, es aglutinante: cada libertad ganada prefigura la siguiente. Si tenemos que frasear un lema, lo intentaremos: a más odio, más República; a más fanatismo, más laicismo; a más muerte, más solidaridad. ¿Se puede hacer algo más? Elias Canetti cree que sí: “Por cada persona que caiga en esta guerra, por cada persona que muera mientras yo siga vivo, deberá encenderse en mí un pensamiento. De no ser así, ¿qué otras velas tendría? No los conozco, pero son más que parientes para mí. En esos cirios de difuntos deberán darse a conocer. Yo no los he robado, pero tampoco los he salvado. ¡Ay de mí si dejo que se apaguen!”. Vallejo cierra: “Hay, madre, un sitio en el mundo, que se llama París. Un sitio muy grande y lejano y otra vez grande”.
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