La peor pesadilla infantil era aquella en que se soñaba que los padres morían. Esa primera sensación de asomarse a un abismo fracturaba la noche y contagiaba con una mancha de desasosiego el día que despuntaba. No se entendía nada, salvo un malestar irremediable. Luego se moría de verdad el perro, y el peso de una pérdida concreta hacía de la pesadilla una teoría olvidable. Junto con el animal quedaba enterrada la inocencia.
La primera muerte de una persona cercana es la más extraña de todas. La pesadumbre de la pérdida es una onda expansiva, traducida en ritos del luto que a pesar de evitárseles a los más jóvenes, igual los acaba cubriendo de un manto opaco.
Cuando mi abuelo se enteró de que le quedaba poco tiempo de vida, quiso despedirse en persona de su primer nieto varón, entonces de once años. Me lo comunicaron obviando palabras dramáticas pero la intuición traducía la tensión disimulada como algo funesto. No quise ir.
El día del velorio lo pasé sentado fuera de la cocina haciendo sonar los tanques de oxígeno que hasta hacía poco lo habían hecho respirar. El sonido era el de un eco agudo, exploratorio, como el sonar de un submarino de televisión.
La primera muerte de un contemporáneo, además de extraña, fue un acontecimiento público. Alfredo Tomasini, si bien no era mi mejor amigo, era el compañero de clase que aseguraba la potencia goleadora de la casa deportiva que nos tocó en el colegio, la Guise. Entonces ese nombre representaba solo el color azul de la camiseta de nuestro equipo. Años más tarde me enteraría de que era el nombre de un marino inglés que renunció a la Royal Navy y compró su propio barco para irse a luchar por el Perú en la Guerra de la Independencia. Guise murió a los 48 años por bala de un francotirador en Guayaquil. Está enterrado en el Panteón de los Próceres.
Tomasini era uno de los potrillos de Alianza Lima, equipo que se estrelló en el mar frente a Ventanilla a bordo del infame fokker. La búsqueda del equipo fue un espectáculo lúgubre y adictivo. Su cuerpo nunca fue encontrado, alimentándose la versión de que sobrevivía como amnésico deambulando por el litoral norteño. No hay tumba, solo el recuerdo, un loop de él despuntando con el balón hacia el arco rival.
Práctica periodística habitual de fin de año consiste en reunir a todos los fallecidos del periodo en un homenaje común. Este 2016, pródigamente macabro, hubo más fallecidos que noticias, buenas o malas. Cuando esto llama la atención del periodista, acostumbrado a contar muertos como otros ovejas, es porque algo nos quiere decir el año, algo nos está diciendo la vida. La ausencia que deja quien se va, sea cercano o lejano, no es intercambiable. Es vacío y es atroz, que eso es la muerte cuando se la desviste de toda creencia posterior.
Una interpretación libre podría ser llenar ese vacío de lo que quede de vida, furiosa y feliz, y hasta donde sea posible, útil. Y que se joda la muerte.