Durante la época del terrorismo, el Perú estaba controlado por el miedo, que es poderoso: paraliza, confunde, hace perder la perspectiva. Pero no fue miedo sino el resultado de una conceptualización artística lo que produjo que el fotógrafo Rodrigo Díaz perdiera el norte, la coherencia. ¿Qué hizo? Inspirado en el sistema de miedo que imperó en nuestro país se lanzó a hacer una sesión de fotos para un diseñador de modas. No sé cuántos años tenga Díaz, no lo conozco, pero intuyo que no debe coincidir con todos aquellos que vivimos a la luz de las velas cómo el terror se apoderaba de las calles, de las voces, de las vidas… de nosotros mismos. Quizá por esa falta de identificación no tuvo reparos en presentar su trabajo editorial como “inspirado” en el terrorismo. Esa no es una temática que puedas disfrazar bajo la excusa de sofisticada. Más bien fue pretenciosa y mal lograda. Las referencias, se supone, encontraban espacio en una locación destruida y a través de una edición en la que se saturaron colores y se exageró el contraste. La expresión en el rostro compungido de la modelo Giuliana Weston también sumaba para recrear la “atmósfera de desesperanza” (literal, según el fotógrafo). El editorial se presentó en sociedad virtual hace unos días, pero ya no queda rastro alguno del mismo: las redes sociales se encargaron de convertir a Díaz en enemigo público. Todos los partícipes de la sesión nefasta (que se replicó en importantes medios de locales en formato de indignación pública) trataron de excusarse, lavarse las manos. Demasiado tarde. La nuestra es una sociedad que mantiene sus heridas abiertas; y aún muchas de las víctimas del terrorismo esperan sin saber cuándo les llegará algo de justicia; pero también somos una en que la moda ni siquiera tiene un papel relevante, y para muchos juega un rol superficial en vez de identificador cultural. Por eso no hay que tener dos dedos de frente para saber que moda y terrorismo no van.
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