Sí: Paul Simon no pasa. Pero cuando digo esto no quiero decir que con Paul Simon ya no pase nada sino todo lo contrario: con Paul Simon, a sus 74 años de edad, siguen pasando cosas. Muchas. De ahí que se niegue a pasar, a descansar en los merecidísimos laureles de su gloria. En las por siempre verdes hojas de todas esas canciones de todos los modelos y colores, primero con Simon & Garfunkel (que, anunciando desde el vamos sus peleas eternas, comenzaron llamándose Tom & Jerry; no hace mucho Garfunkel lo acusó de tener complejo de Napoleón debido a su baja estatura), y luego a solas, pero siempre en buena compañía de músicos de todas partes y con todos los ritmos. Y yo siempre me pregunté qué sentiría un peruano tras escuchar esa catedral sónica que es “Bridge Over Troubled Water” —abriendo el LP del mismo título— cuando, de pronto, se encontraba con la versión de este judío de Newark acompañado por Los Incas de la andina y lejana pero súbitamente suya “El cóndor pasa”, añadiéndole un “(If I Could)”. Seguro, creo, que se sentiría rarísimo. Al menos yo me sentía muy raro al escuchar ese súbito quiebre entre góspel sinfónico y folk telúrico que, al concluir con cadencia de elegía, luego iba a desembocar a ese gran party-himno que es “Cecilia” y que no es otra cosa, según reveló su autor, que una festiva plegaria no a una chica sino a Santa Cecilia —patrona de los músicos— para que le devuelva la inspiración que, la verdad, a Paul Simon nunca le faltó. Hasta sus grandes fracasos económicos (la película “One- Trick Pony” o el musical de “Broadway The Capeman”, con el que perdió una fortuna) se las arreglaron para incluir grandes canciones en soundtracks siempre impredecibles y novedosos y vanguardistas sin por eso traicionar la esencia clásica y funcional y tarareable de la gran escuela del songwriter norteamericano. Porque Paul Simon, si se lo piensa un poco, fue moderno desde el principio y mucho antes que David Bowie o David Byrne: siempre introdujo elementos de música reggae, experimentos/collage con ruidos y voces buscando y encontrando no los sonidos del silencio sino los sonidos del sonido. Y, cuando todos pensaban que ya no había nada más que decir sobre este genio —luego de “Still Crazy After All These Years” (1975) o del en su momento incomprendido y cada vez mejor “Hearts and Bones” (1983)— Simon se fue al sur de África a grabar una obra maestra, “Graceland” (1986). Allí encontró una innovadora manera de contar canciones con el ritmo de guitarras y percusiones negras, una nueva forma de verso elástico y juguetón, y otro modo de entender lo melódico para seguir armonizando short-stories. Después, “The Rhythm of the Saints” (1990) lo llevó a Brasil. Y “You’re the One” (2000) lo mostró haciendo equilibrio entre lo étnico y lo urbano con cumbres como esa novela comprimida de un matrimonio llamada “Darling Lorraine”. “Surprise” (2006) trajo la sorpresa de su colaboración no del todo lograda pero tan interesante con Brian Eno. Y “So Beautiful or So What” (2011) funcionó —ofreciendo postales tanto sobre el oficio de reescribirse a uno mismo como sobre el imaginar una burocrática vida después de la muerte— como una especie de resumen de lo publicado: allí, todos los Simon, el Simon. Alguien que, entonces, en una entrevista con el mensuario inglés Uncut, dijo claramente que tenía las cosas muy pero muy claras en lo que hacía a su figura: “Ser una leyenda no significa otra cosa que ser viejo”. Y, de acuerdo, Paul Simon —considerado por Time “una de las cien personas que han dado forma a nuestro mundo”— es una ya venerable leyenda. Pero no es una leyenda modelo hecha-y-derecha sino una leyenda de la muy rara variedad la-leyenda-continúa. Porque ahora mismo —mientras todos vuelven a pensar en qué decir para justificar los caprichos y berrinches del solipsismo Radiohead—, Paul Simon saca disco nuevo en todo el sentido del término, con una voz que se mantiene milagrosamente tan joven como el primer día. “Paul Simon acaba de publicar el que tal vez sea el álbum más audaz jamás grabado por una estrella en sus setenta años”, tituló días atrás el Daily Mail. Y yo creo que ese “tal vez” está de más, así como comparar lo que trae “Stranger to Stranger” con lo que por estas noches de estadio ofrecen Bob Dylan, Paul McCartney o The Rolling Stones. De acuerdo: ofrecen material noble e imprescindible y hasta atendibles reinvenciones de sus standards (me refiero a Dylan & McCartney; lo de los Stones es tan indefendible como lo de Bruce Springsteen o Madonna ya pisándoles los talones a la hora del parque temático de sí mismos). Pero Paul Simon da eso y mucho más. Simon es historia mientras hace historia. Así, de nuevo, uno se sienta a disfrutar de “Stranger to Stranger” —de nuevo con producción del histórico Roy Halee, a quien en los créditos se reconoce como “viejo socio”— y vuelve a sentir ese bendito y raro desconcierto de cuando escuchó por primera vez aquellas quenas emplumadas arropando a quien cantaba “Preferiría ser un martillo que un clavo”, o esas percusiones watusi alertando sobre “el niño de la burbuja”, o acompañando a aquel que viaja a la casa de Elvis Presley para así intentar olvidar el fin de un amor sin principio. De nuevo, ahora, lo de antes: grandes cuentos breves para silbar acompañadas de instrumentación novedosa, clap-claps, loops, sus exquisitos pellizcos a la guitarra acústica educada en los años dorados del Greenwich Village pero que no se priva de virar súbitamente al flamenco o la electrónica Made in Italy, modus operandi cortesía del raro músico-teorista y escalador microtonal Harry “Chromelodeon & Cloud-Chamber Bowls” Partch y, de nuevo, desiertos africanos y cumbres altiplanas. Y no debajo pero sí junto al sonido, las palabras. Y las historias: un cuchillo para sushi en las idas y vueltas de un hombre-lobo oligarca que bien puede ser contribuyente para la campaña de Donald Trump (Simon, digámoslo, donó el uso de su tan épica como sensible “America” para la campaña de Bernie Sanders), la peregrinación de un curandero amazónico, el relato de una visita a un hospital para veteranos de guerra fundiéndose con el recuerdo de cantar en un funeral por un amigo maestro asesinado en una de esas masacres estudiantiles, la épica de un corredor negro en tiempos en que los negros siempre tenían que salir corriendo, una burla al negocio de la música y las dificultades protocolares para acceder a un concierto, los padecimientos de un insomne, y chistes y juegos de palabras y versos como “la mayoría de los obituarios/ son como críticas no del todo elogiosas”. Si “Stranger to Stranger” tiene un concepto unificador este es —según Simon, sonando más cerca del renacer que de la necrológica— un “salir ahí fuera a ver qué pasa”. Y lo que pasa, lo que sigue pasando, lo que no deja de pasar ahí fuera y dentro de nosotros, por suerte, es nada más y nada menos que Paul Simon.
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