He parafraseado el título de un texto de Martin Heidegger de 1954 para abogar por el papel fundamental del pensar sobre nuestra ciudad, a propósito del reciente Encuentro de Críticos de Arquitectura Peruana. No hay obras nuevas sin ideas nuevas, como tampoco es posible tomar conciencia de ello sin la crítica. Para explicarlo tomaré el ejemplo de la gastronomía. No solo son los cocineros (proyectistas o constructores) los factótums del boom gastronómico, ni tampoco solo los más sofisticados restaurantes (grandes oficinas de arquitectos) los gestores principales. No. El éxito tiene que ver con ese espíritu integrador en el que todos los actores, instituciones y comensales fuimos invitados a la mesa. Desde la alta cocina hasta los comedores populares; desde el chef hasta el humilde anticuchero. Pero no solo eso: fueron considerados también los estudiosos, los críticos; es decir, hubo una integración entre hacedores y pensadores, entre sibaritas y analistas. La arquitectura peruana está lejos de este estado de gracia. Como en la novela de García Márquez, casi no tiene quien escriba sobre ella, y los proyectistas y constructores se empecinan, al parecer, para que no exista reflexión. Entre otras cosas, esto explica la ausencia en el Perú de una tradición consistente de crítica arquitectónica y, por consiguiente, de una identificación de la ciudadanía con su ciudad. Solo cuando se replique ese espíritu integrador podremos entender el éxito logrado por la arquitectura colombiana o chilena, cuyos gestores —como en nuestra gastronomía— salieron al mundo como un solo equipo. Si la arquitectura peruana quiere posicionarse internacionalmente, tiene que reconocer que en la mesa todos somos imprescindibles: proyectistas, críticos, constructores, ciudadanos y gestores.
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