Hubo un tiempo —yo me acuerdo, yo no me olvido— en el que la gran enemiga de la lectura en general y de la literatura en particular era la televisión. Maldita sea, sí: el libro inteligente soportando los embates de la caja boba. Los ojos que alguna vez se usaron para ver letras que construían personas casi siempre más vivas que uno mismo de pronto dedicándose a mirar a gente hablando.
Paradoja de paradojas: aquí y ahora cada vez se publican (y se compran) más libros cuyo tema es las series de televisión. Análisis histórico-sociológico-políticos con “The Wire” como frontal telón de fondo y hasta reinterpretaciones filosóficas y místicas de los patos en el principio y de ese sueño comatoso-nirvanesco cerca de ese cierre con abierto y ambiguo fundido a negro de Tony Soprano. Y métodos de seducción-vestimenta-preparado de cocktails para convertirte en todo un Don “Mad Men” Draper o manuales de guerra corporativa a la Sun-Tzu & Maquiavelo según “Juego de tronos” que, creyéndose shakespeareano, cada vez se parece más a aquella película medieval de los Monty Python. Y entre tanto sonido y furia y tontería, hasta aparecen muy interesantes volúmenes que optan por dedicarse puntualmente al asunto, como el “Hombres fuera de serie”, de Brett Martin, entrevistando a los equipos de guionistas que hicieron posible el renacimiento de un formato que se creía agotado y el nacimiento de adorables monstruos como Walter “Heisenberg” White.
A esta última categoría pertenece el recién aparecido best-seller “Seinfeldia: How A Show About Nothing Changed Everything” (Simon & Schuster), de Jennifer Keishin Armstrong.
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“Seinfeld” —que empezó despacio y como secreto a voces y boca a boca y oreja a oreja hasta convertirse en fenómeno de masas bordeando la histeria— es cada día mejor. Y su influencia —como la de su hermana loca, “Twin Peaks”— no solo se siente hoy mucho más allá de las sitcom que la siguieron (como “Louie” o “Silicon Valley” o “Catastrophe” o “Portlandia” o “Girls” o “The Office” o “Parks and Recreation” o “30 Rock” o ese derivado directo by Larry David que es “Curb Your Enthusiasm”), sino que también su forma de humor gris (ni blanco ni negro) se ha posado sobre “Ray Donovan” o “Better Call Saul”.
Esos diálogos largos y circulares y mareantes; ese “no solo comprender algo, sino comprender qué se hará con ese algo que se comprendió”; esos tiempos muertos tan vitales; esas estructuras como líquidas y amorfas. Ese convencimiento inicial y primigenio demostrando —como lo advierte Armstrong desde el subtítulo, rescatando el slogan-mantra sobre el que se erigió todo el asunto— que se podía llevar a cabo una comedia sobre “la nada” (o, si se prefiere, sobre el todo de cómo le ocurren/se le ocurren los chistes a un stand-up comedian). Y que, además, fuese muy pero muy divertida sin por eso dejar de recordar al autista-chocador Samuel Beckett y hasta al macro-micro obsesivo Marcel Proust (quienes también son muy pero muy divertidos).
Y claro: la nada no es otra cosa que… mmm… la vida. Así y de ahí tres tipos protagónicos (Jerry y George y Kramer) y una chica única en todo sentido (Elaine y su inolvidable bailecito espástico). Y a su alrededor toda una galaxia de secundarios de primera como el “Nazi de la Sopa”, alusiones para entendidos a John Cheever y a Richard Yates, la posibilidad de que la película “El paciente inglés” te parezca una reverenda porquería, el uso del eufemismo “amo de mis dominios” cuando en realidad lo que quieres y no puedes decir es “masturbación”, y la tan impactante revelación de que el primer nombre de Kramer fuese Cosmo. Y, ah, ese absurdo pero perfecto motivo musical en slap-bass pero —no podía ser de otro modo— en realidad grabado con un sampler para teclado.
En su libro —el título “Seinfeldia” es, para su autora, un estado mental y una forma de entender la vida y hasta un síntoma extraño con un cierto aire vérité y metaficcional y autobiográfico que ha trascendido a la serie y ha abducido a sus fans— Armstrong remonta el milagro desde el momento en que los stand-up comedians en más o menos ascenso Jerry Seinfeld y Larry David tienen la oportunidad de proponerle algo a los amos del dominio de la NBC y se les ocurre que “el tema” pueden ser esos intercambios dialécticos que tienen ellos cuando se juntan en el bar de la esquina o cuando se encuentran con varios de sus amigos y enemigos a los que, enseguida, se les busca y se les encuentra rostro de actores y actrices pero —atención, para orgullo y furia de los originales— manteniendo sus nombres verdaderos.
(Ilustración: Mind of Robot)
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Así, “dos tipos hablando” y eso era todo aunque, en el principio, muchos no dudaran en arrimarlo al cine de Woody Allen y el humor judío. Pero no. Otra cosa mucho pero mucho más rara que Armstrong detecta y examina en uno de los momentos más iluminadores de “Seinfeldia” es que, a diferencia de la contemporánea y adorable pandilla de “Friends”, el elenco de “Seinfeld” estaba enteramente compuesto por gente bastante unfriendly y desagradable. Y su seductor e irresistible atractivo pasaba —y sigue pasando en DVD o en reposiciones que han convertido a la serie en una inagotable mina de oro para sus creadores/productores— por un hecho difícil de admitir pero imposible de negar: el/la telespectador/a inteligente le gustaría ser un friend, pero no quieren parecerse a nadie del cast de “Seinfeld”. ¿Por qué? Fácil y complejo: por el tan sencillo como escalofriante motivo de que ya son más o menos exactamente iguales a todos y a cada uno de ellos.
Seinfeldia, Seinfeldia: todos estuvieron y todos estamos allí.
En la nada. Somos materialistas, narcisistas, inmaduros, egoístas, vistiendo jeans y chaquetas así, esperando mesa en un restaurant chino o buscando el auto en el parking, y —a veces, si hay suerte— hasta siendo muy graciosos aunque vacíos de gracia. De ahí que Jerry y George —quienes en “The Pitch”, el tercer episodio de la cuarta temporada reconstruyen ese momento en que proponen un show sobre la nada— hayan acabado despidiéndose en 1998, 180 episodios después del estreno en 1989, en un final que en su momento desconcertó e irritó a muchos de sus 76 millones de espectadores y coincidió exactamente (detalle muy seinfeldiano) con la muerte de Frank Sinatra. Un adiós que ahora, en perspectiva, se puede rever como una cima del género que se reía en la cara de sus adoradores. Jerry & Co., allí, en el calabozo “por no haber hecho nada” salvo el ser unos cretinos.
Y eso es todo: feliz Festivus y yada-yada, y hasta nunca y hasta nada, amigos; aunque de tanto en tanto surjan rumores de reunión. De darse, de producirse, de reencontrarse —más allá de lo ya sucedido en “Curb Your Enthusiasm” o algún comercial de Super-Bowl— será un placer volver a verlos y a vernos en tiempos en los que los enemigos de la lectura (y de la TV) son esas redes sociales en las que resultaría imposible teclear diálogos sobre la nada y el todo. Aunque, sí, ya hubo un “freak” que —lo cuenta Armstrong en “Seinfeldia”— ha diseñado emoticones con los rostros de los personajes de “Seinfeld”.
Así nos va. O así no nos va.
Quién sabe, tal vez haya una idea para un episodio de “Seinfeld” ahí.
Mientras tanto y hasta entonces, ya saben: serenity now.