¿La marrón o la negra?, es la disyuntiva hamletiana con la que un amigo recuerda el sistema disciplinario al que fue sometido de niño.
La alternativa cromática se refería a con qué correa prefería ser azotado. Según el punto de vista paterno, los correazos eran educación práctica; mientras que para el sistema nervioso del niño, la supuesta lección era una masacre. Eran tiempos en que además las correas llevaban tremendas hebillazas. Felizmente la moda actual está del lado de los niños (1).
Lo más desconcertante es que este amigo recuerda los correazos casi con agradecimiento, pues atribuye a esos golpes haber hecho de él un hombre de bien. Esto siempre suena perturbador a quien sus padres no golpearon de niño. Deja la duda de si no habría sido necesario recibir un puñete adulto para ser una mejor persona.
Angelina Jolie no lo ha dicho, lo ha sugerido, pero cabe la posibilidad de que Brad Pitt le haya metido un combo a alguno de la media docena de hijos que tiene. Así haya sido de casualidad (mucha gente). En todo caso el deficiente control sobre el manejo de su ira es esgrimido como una amenaza potencial para los niños, expuestos a la violencia adulta. Si alguien con más de 200 millones de dólares en el banco tiene problemas de ira, queda demostrado que definitivamente el dinero no resuelve la vida. O que en todo caso Pitt ha estado fumando de la mala durante mucho tiempo.
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En Estados Unidos el castigo físico a los niños está permitido en 19 estados. En el resto es delito. Así sea dentro de casa. Mientras que Suecia lo prohibió desde 1979, en casa, el colegio o la vía pública. Se argumenta a favor de esta restricción que la delgada línea entre disciplina y abuso es muy fácil de traspasar, especialmente en un momento de irascibilidad y desborde emocional: ¿en qué momento la supuesta corrección se convierte en una transferencia de frustraciones, resentimientos y cuentas pendientes personales? El pretendido acto educativo se hace un desagradable e hiriente acto de violencia pura y dura que degrada al menor, desnaturaliza su reacción ante la amenaza, daña su confianza y encima aumenta su potencial de agresividad.
Así como hay gente que recuerda los golpes con gratitud, hay quienes ni de adultos pueden procesar (ni perdonar) que sus propios padres los hayan violentado de esa forma. A fin de cuentas, sea padre o madre quien pegue, el hecho es que se trata de un adulto vapuleando a un niño. El abuso trasciende el parentesco.
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Mi padre tenía un chicote en la mirada. Eso bastaba: que frunciera el ceño diciéndote sin palabras: “Ni se te ocurra”. Lo hacía hasta de viejo, enfermo, pero no derrotado. Funcionaba, y se lo agradezco. Son las cosas que uno trata de imitar y pasar a otra generación, no siempre con éxito. El padre que golpea a su hijo no le está enseñando nada, salvo que la violencia es una herramienta brutal de dominación: el golpe castiga una falta, no educa sobre su alternativa.
Más bien el que pega aprende algo de sí mismo: lo fácil que es convertirse, en un segundo de descontrol, en una persona ruin y despreciable. Me ha ocurrido un par de veces. La próxima vez que suceda me corto un dedo. Queda escrito.
(1) La moda y la tecnología. Los videos de adultos golpeando a niños ahora acaban en los noticieros, o frente a un juez.