Hay cosas que uno tiene que hacer. Y hay otras que uno decide hacer. Entre las últimas hay una que he asumido con seriedad y persistencia desde hace una considerable cantidad de años: el avistamiento aficionado de objetos voladores no identificados. La dedicación no ha sido proporcionalmente correspondida. Igual, he visto cosas que ustedes no creerían.
La misión se reveló a sí misma en una fecha exacta de los años setenta, una noche que mis padres no sabían qué hacer conmigo. Como resultado de encarnar la calidad de bulto acabé siendo llevado a una reunión de adultos y depositado en una sala donde en vez de televisión había estantes con libros. Olía a tabaco de pipa y cerveza. Si fuera indispensable tener que recordar la música arriesgaría señalar la interpretación de Ray Conniff de “Love Will Keep Us Together” (1). Pero no es este un dato fidedigno.
El estante era un codificado monolito ante el cual al aburrimiento infantil solo le quedaba la silenciosa observación. Hasta que divisé una edición lo suficientemente pequeña como para no representar una amenaza de pesadumbre. Tenía el lomo amarillo y desde su portada azul surcaba misterioso e invitante un platillo volador. “Yo visité Ganímedes”, testimonio de una abducción peruana firmada por Yosip Ibrahim (2), fue el primer libro que le dio sentido a la laboriosa decodificación de signos lingüísticos. Las palabras construían mundos y se podía fugar a ellos. Robé ese libro sin pesar moral alguno.
Nicolás Copérnico, bendito sea, advirtió desde el Renacimiento que la Tierra no era necesariamente el centro del universo. Su postulado legó a la ciencia el principio de mediocridad, que aplicado a la astronomía (3) postula que no existe nada realmente excepcional respecto a este planeta y sus habitantes. Somos una casualidad feliz. Nadie nos eligió. En ese sentido la vida extraterrestre —otra casualidad— debe ser algo común en el universo.
Antiguamente se delimitaba la ciencia a lo observable, todo lo demás era religión. La búsqueda de vida extraterrestre precisa de ambos mundos: hay que creer más de lo que se ve. Carl Jung lo llevó al extremo y tras estudiar el fenómeno ovni concluyó que estos existían en la misma medida que existen los fantasmas: si la gente los ve es porque necesita verlos. Recogiendo la pregunta del físico Enrico Fermi —¿dónde están? — llegó a dos alternativas.
A) En el mejor de los casos los platillos no eran sino representaciones simbólicas, no tripuladas, de nuestro desamparo cósmico. B) En el peor de los casos, si es que los extraterrestres realmente existían, nosotros no les despertábamos mayor interés que una leve curiosidad, vecina de la vergüenza ajena.
Stephen Hawking, la mente detrás del descubrimiento de las singularidades espacio-temporales, se suma ahora a la iniciativa privada de un millonario ruso de Internet para buscar vida extraterrestre. El cerebro de Hawking podrá ver en la oscuridad. El dinero hará posibles telescopios. Cuentan con un fondo de 100 millones de dólares. Es el equivalente al precio aproximado de todas las nalgas juntas de las hermanas Kardashian, según monto del contrato firmado por cuatro temporadas más de su vida al aire para beneplácito de una audiencia global. Más nos vale que existan marcianos.
1. Canción original de Neil Sedaka que el dúo The Captain and Tennille hicieran famosa. A propósito del tema aquí tratado, esto es extraño: https://tinyurl.com/por69nf 2. Seudónimo de José Rosciano, ufólogo peruano vinculado a los años aurorales y nobles del Instituto Peruano de Relaciones Interplanetarias (IPRI), fundado por Carlos Paz. De sus entrañas nacería ese parásito nefasto llamado Grupo Rama. 3. Aplíquese a todo a manera de higiene filosófica.