¿Te puedo preguntar algo? Eres cristiano, ¿no?—No.—¿Y por qué tienes una cruz en tu apartamento?—Es una forma de meditación.—¿Cómo es eso?—Contemplo el momento desde el jardín. La idea de permitir tu propia crucifixión.Seguir a @ElDominicalEC !function(d,s,id){var js,fjs=d.getElementsByTagName(s)[0],p=/^http:/.test(d.location)?'http':'https';if(!d.getElementById(id)){js=d.createElement(s);js.id=id;js.src=p+'://platform.twitter.com/widgets.js';fjs.parentNode.insertBefore(js,fjs);}}(document, 'script', 'twitter-wjs');
La primera temporada de “True Detective” inicia con dos expolicías, Rust Cohle y Marty Hart, los protagonistas del diálogo previo, cuando son interrogados por otra dupla de agentes que revisan un caso que ellos trataron de resolver hace 17 años. Cohle y Hart son opuestos perfectos: uno es un redneck superado, mujeriego, eficiente y convencional; el otro, un freak, un hoyo negro, a medias cowboy, a medias intelectual, capaz de citar a Schopenhauer o infiltrarse en una pandilla de hell angels con la misma facilidad. Ambos recorren Luisiana tres años después del huracán Andrew en pos de pistas que les permitan dilucidar un asesinato ritual.
La búsqueda de la verdad, el móvil de todo policial, está presente en tributo a las reglas del género; sin embargo, tan importante como la dosificación de la intriga es la tensión que mutuamente alimentan los dos personajes, interpretados con brillantez por Matthew McConaughey y Woody Harrelson, así como el conflicto que se desarrolla entre quiénes fueron cuando les tocó asomarse al horror y quiénes son después de esa experiencia. El choque de caracteres oscila entre la interferencia y la complementariedad, aunque por momentos pareciera una mera lucha de poder por determinar quién es el león del valle. La retórica a la que se apela es a la del gótico sureño, siempre a punto de cruzar la frontera hacia el terror fantástico y, aunque la ejecución es naturalista, nada en “True Detective” lo es: los pantanos, las tierras eriazas, las iglesias abandonadas y los bares de mala muerte no son escenografía, sino símbolos regados, fibras que vibran para crear una atmósfera densa y lírica, pero asfixiante. La conclusión es desoladora: así como el paisaje, todo en la vida está en erosión: los suburbios y los humedales, los diques y las escuelas, pero también la integridad de quienes encabezan la pesquisa.
Esta genialidad se debe al escritor Nic Pizzolatto, quien ya había mostrado su talento en dos piezas: un par de capítulos de “The Killing” y “Galveston”, una novela que anticipa algunas de las obsesiones de su autor: Nueva Orleans, las conversaciones de carretera y las parejas improbables. También merece una mención Cary Joji Fukunaga, quien dirigió la serie de tal forma que es posible ver en ella tomas que parecen filmadas por el Lynch de “Lost Highway” y escenas que transmiten la brutal sequedad de “La Noche del Cazador” de Laughton. Digamos más: solo el famoso plano secuencia de seis minutos con el que finaliza el capítulo cuarto debería ser materia de estudio en todas las facultades de cine.
Una de las señales de cuánto ha madurado la industria televisiva norteamericana tiene que ver con la complejidad narrativa que es capaz de presentar. Un artículo de The New Yorker, hace ya algunos años, lo resumía con una comparación injusta: Yo amo a Lucy era una sitcom con dos protagónicos en acción fija; Lost, medio siglo después, empezó su acción dramática con 14 personajes principales que pronto sobrepasaron la veintena y, hasta ahora, nadie sabe bien de qué iba (lo que a la larga no parece importar tanto como la experiencia de no saber).
“The Sopranos”, “The Wire”, “Breaking Bad” y “Mad Men” son las cuatro columnas de este momento que, también, incluye series como “Juego de tronos”, “Homeland” o “House of Cards”. Las preferencias varían, pero existe consenso en la calidad de la factura artística y en la profundidad de la ambición: no son sofisticadas solo argumentalmente, sino también en términos morales. Chuck Klosterman sostiene, desde una posición doctrinaria, que Breaking Bad es la mejor en tanto su punto de partida implica concentrar la dramaturgia en la decisión individual, a detrimento de los condicionamientos sociales que determinan las conductas de los otros personajes. Que la discusión deje de ser narratológica o audiovisual y pase a ser filosófica es auspicioso. También, la consistencia de la crítica norteamericana al momento de juzgar los valores que históricamente ha ensalzado.
Cualquiera de estas obras justifica un alegato. Enrique Vila-Matas resume la grandeza de “Breaking Bad” en un episodio magnífico, aquel en el que Walter White dedica 48 minutos a deshacerse de una mosca que amenaza con contaminar su laboratorio clandestino de drogas. Pablo Iglesias, el polémico artífice del movimiento Podemos, ha utilizado la saga de George R. R. Martin para componer una teoría política que ya tiene formato de libro. Para David Remnick, “The Sopranos” vive en la misma órbita cultural que “Goodfellas”, el Conejo de Updike y las últimas novelas de Philip Roth. En lo personal, no encuentro mejor manera de recomendar Mad Men que pedir lo siguiente: imagine un cuento de John Cheever cuya puesta en escena fuera diseñada por Edward Hopper y que sea dirigido por Wong Kar-wai. Suena exagerado pero no lo es.
La televisión asumió el liderazgo en la construcción de ficciones. No es trivial entender qué industria crea las narrativas que habitan los imaginarios colectivos y por qué. Tampoco, cuándo el ciclo acaba. La mayoría de series citadas en esta columna han terminado o están a punto de finalizar, así que es probable que la segunda temporada de “True Detective” —que se estrena hoy, domingo 21— no sea sino un canto de cisne. Sin embargo, no hay por qué dejarse ganar por el pesimismo. Como dijo Rusty Cohle en su última línea al aire: “Al inicio solo había oscuridad. Si me preguntas, la luz está ganando”.