GUSTAVO ESPEJO LANDAURO
Lo recuerdo cuándo fue la última vez que lo vi. Tenía el rostro compungido, la expresión era de los que querían llorar, pero se contenía como los hombres. No sé por qué tenía esa sensación de que esa sería la última vez que lo vería andar por las calles. En esa oportunidad solamente nos miramos: las palabras sobraron; aunque el pensamiento es la palabra que está en la mente, aunque la mirada sea esa escritura secreta. No hacía falta graficar lo que nos estábamos diciendo.
Lo conocía cuando tenía quince años aproximadamente y me impresionó sus ganas de luchar, su temperamento, su compromiso y su entrega a la causa justa. Y, ahora después de mucho tiempo (no recuerdo cuántos), verlo nuevamente, pero triste, cabizbajo, desganado, queriendo que la muerte se lo llevara lo más rápido posible.
De él aprendí a no doblegarme ante la adversidad, a no rendirme frente a nadie, de ser siempre perseverante en lo que me proponía, de ser constante en lo que hacía.Te juro que me chocó verlo tan triste, tan compungido, quería darle un abrazo efusivo y estrecharle la mano, pero su mirada me contuvo; sus ojos parecían como dos luces intermitentes. Carecía de rumbo, el mundo se le vino abajo. ¿Por qué? – No sé, nunca lo pude averiguar, aunque tenía unas ganas de saber lo que le pasó realmente.Todo esto le contaba a un amigo, mientras tomábamos café y fumábamos unos cigarros en una cafetería en la esquina que divide los distritos de Jesús María y Pueblo Libre.
La última vez que lo vi – le comentaba a un amigo que solo me escuchaba – fue hace un par de años en una cantina de mala muerte, me acuerdo que me invitó un trago, pero me negué, porque no quería tomar. Como lo vi, decidí pasar a saludarlo. Hablamos de todo, nos reímos, me acuerdo que pedí una taza de té caliente, hasta que… como dice la canción: “Todo tiene su final, nada dura para siempre…”, tuve que retirarme a trabajar.
Si otrora tiempo él hablaba y hasta me interrumpía, hoy solo me escuchaba y eso lo noté demasiado sospechoso. Lo vi demasiado pálido, con ojeras notoriamente marcadas. Ese día también supe que sería la última vez que lo vería.
No tuve tiempo para agradecerle todo lo que hizo por mí, lo que me enseñó, por él fui lo que ahora soy: un pintor de renombre y prestigio. Jamás olvidaré esa frase grabada en mi mente: “No importa el lugar de donde vengas sino hacia donde vayas”, es decir cuál va a ser tu proyección, cuál va a ser tu futuro.
Pero quién iba a ser adivino, nadie tiene una bola de cristal en la mano para saber lo que pasará después… bueno ya es tarde para arrepentimientos, para dar marcha atrás; lo hecho, hecho está. Mi taza de café se estaba entibiando, sin embargo yo tenía que confesarme, tenía que decir toda la verdad. Pensaba escribir un artículo como un homenaje hacia su persona, en donde cuento todas las enseñanzas que me dio, dónde lo conocí, cómo lo conocí; todo este extenso artículo acompañado de un retrato cuando lo conocí la primera vez: altivo, sereno y con la mirada gallarda.
Él se llamaba… mejor no decirlo, para qué, si de solo mencionarlo los ojos comienzan a lagrimearme, de hablar solo de su nombre las palabras se me traban y mi voz se queda afónica. Es mejor recordarlo como un hombre bueno y generoso y desinteresado: no dejó nada, solamente deudas impagables.