Uno abogado, el otro médico. Grandes amigos. El abogado se fue a los 78 años. El médico, a los 96. La muerte no cree en edades. No los puedo ver ahora, pero los recuerdo como si estuvieran. Fueron mis patas.
Conocí a Augusto Ferrero cuando yo tenía 15 años. Me llevaba solo cuatro años, pero en la juventud esa diferencia puede parecer enorme. Él estaba en la universidad, yo en el colegio. Ya era el famoso nadador, pero de los de verdad. Era integrante de la selección nacional de natación, a veces me decía: “Tengo el honor y el orgullo de haber representado al Perú”.
Además de esa lejana amistad, fue mi profesor en la Facultad de Derecho y Ciencia Política de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Me enseñó Sucesiones. Un profesor brillante, claro y riguroso de una disciplina que, al menos para mí, era difícil de enseñar. Tuvo obras y ensayos, pero su ‘magnus opus’ fue “Tratado de Derecho de Sucesiones”, con siete ediciones. De este tratado dice Guillermo Borda, destacado civilista argentino, que “constituye un magistral aporte del Derecho Civil”, pues “honra no solo a la literatura jurídica peruana, sino también a toda Latinoamérica”.
En 1969 obtuvo una beca para hacer estudios de posgrado en Italia por haber logrado el más alto calificativo de su promoción. Poco a poco empecé a descubrir que tenía otras aficiones que no eran un ‘hobby’ cualquiera. Primero, que era un gran melómano. Escribió un libro extraordinario sobre música sumamente documentado. Luego, otro sobre Napoleón. Fue un coleccionista de cosas que le pertenecieron al emperador republicano. Su última obra sobre este personaje es “Napoleón, rey del Perú”. Se trató de una obra brillante, ilustrada y documentada.
Ya no recuerdo cuántas veces conversábamos y planificamos nuestro viaje a Oceanía. Un día él se fue. Yo algún día iré.
Le debo mucho, además de haber sido mi maestro. Por ejemplo, cuando fue vicerrector en una universidad privada, salió en defensa de mi padre, que había sido maltratado por la burocracia de esa casa de estudios. Me propuso como miembro de la Academia Peruana de Derecho y de la Academia de Ciencias Morales y Políticas. Políticamente fue conservador, pero no reaccionario, y fue un defensor de la democracia.
Dicen que Chincha es tierra de campeones. Eso es verdad. Pero Chincha, un lugar donde no nací pero que siento como mi ciudad natal, tiene y nos deja un legado intelectual y profesional de primera línea. Empezando por Grocio Prado, medio hermano de Leoncio Prado, que luchó en la Guerra del Pacífico y en la independencia de Cuba. Además de literatos, como Antonio Gálvez Ronceros; poetas, como Marita Troiano; periodistas de la talla de Jorge Donayre; empresarios, como Francisco Rotondo, que además fue historiador; juristas de la talla de Luis Roy Freire y Mario Amoretti; médicos con la calidad de Guido Graziani y René Toche. En esta pléyade de personajes brilla, como si fuera una estrella solitaria, Ernesto Velit Granda.
Lo conocí en 1979. Me lo presentó su hermano Juan. De allí en adelante hubo una fraterna amistad con gran parte de su numerosa familia. Un médico culto en el amplio sentido de la palabra. Era un conversador exquisito.
Ernesto, que fue ante todo pediatra, puso sus conocimientos al servicio de los más pobres, sobre todo cuando iba a Caja de Agua. Pero, además, tuvo una gran inclinación hacia la ciencia política. Creó el Instituto Peruano de Polemología. Enseñó política internacional en la maestría de Ciencia Política de la Universidad Ricardo Palma y en la Universidad Nacional Federico Villarreal. No solo se interesó por la política, sino también por la literatura. Publicó novelas como “La memoria en el parque solitario”, “Elegía a la oscuridad” y “Lucrecia”.
Ernesto y Augusto escribieron en la sección Opinión y en “El Dominical” de El Comercio. Fueron docentes sanmarquinos. Estuvieron becados en el extranjero. Escribieron con gran calidad sobre temas que no eran de su especialidad y lo hicieron muy bien. Fueron esposos amorosos y padres ejemplares. Y una cosa curiosa. Lorenzo Ferrero, hijo de Augusto, es músico. Natalia Velit, hija de Ernesto, es pintora. Los dos doctores, con sus semejanzas y diferencias, nos dejan un legado digno de imitar y admirar.