La palabra corrupción, aunque parezca extraño, pertenece al vocabulario originario de la filosofía; estuvo allí desde el inicio. No en un sentido ético, como se suele entender ahora, sino en un sentido más amplio, relacionado con la definición de la naturaleza de las cosas, pero sin que por ello deje de sernos elocuente para lo que hoy nos importa. El cosmos, la entera vida natural, pensaban los griegos, están compuestos de seres incorruptibles y de seres corruptibles. Entre los primeros se hallarían los cuerpos celestes, las estrellas; entre los segundos, los seres terrenales. Unos serían eternos, inmutables, perfectos, mientras que los otros serían finitos, contingentes, imperfectos. Corruptible en ese contexto caracteriza todo lo que nace y muere, lo que se deteriora con el tiempo.
Se trata de una metáfora orgánica. Nos habla de la vida y de lo que, en ella, es inmortal o mortal. Incorruptible es solo lo inmortal; corruptible es lo que está sujeto o condenado a morir. No nos sorprenderá, sin embargo, que esa metáfora haya servido luego para caracterizar, en la ética, a la vida sana del organismo social y a la conducta insana de algunos seres humanos que puede conducir a su descomposición. La ética, la disciplina filosófica que se ha ocupado desde sus inicios de definir en qué consiste una vida buena o correcta, ha sostenido siempre que esta debería ser una vida “incorruptible”, es decir, íntegra, justa y coherente, pero ha sido también consciente de que los seres humanos, por ser finitos e imperfectos, estaríamos permanentemente tentados por la corrupción. Además, pues, de definir cómo debía ser una vida correcta, la ética se ha enfrentado al problema de explicar por qué los seres humanos podemos ser corruptibles y cómo, naturalmente, combatir esa tendencia.
¿Qué es una vida buena? Ha sido en la historia un asunto controvertido, aunque bajo el supuesto invariable de que esa vida debía ser íntegra. Algunos filósofos destacaron la autenticidad, otros la solidaridad, otros la lucha por la justicia o la conquista de la libertad. Vivir éticamente bien exige, en cualquiera de sus formas, el cultivo del bien común o al menos el respeto de la igualdad y la libertad de todos. ¿Y cómo combatir la corrupción? En primer lugar, educando, claro está. Pero como la ética no es un tratado de teoría, sino una forma de conducta, solo se puede educar éticamente con el ejemplo. La aspiración ha sido siempre la de imaginar un círculo virtuoso: persuadir a los jóvenes de que la mejor manera de vivir es cultivar la honestidad, la creatividad y la conciencia cívica.
Ocasionalmente ocurre, sin embargo, que vivimos al revés: que la vida social parece un círculo vicioso. Por eso, en la filosofía se ha propuesto también una forma más estratégica, complementaria de la anterior, para combatir la corrupción, que es la concepción de un pacto social que consagre un Estado de derecho. Para impedir que un individuo se apropie indebidamente de lo que le pertenece a todos, nos comprometemos a acatar un sistema de reglas de convivencia que aseguren el ejercicio honesto de la libertad y que castiguen a quien lo infrinja. Un objetivo central de la ética es precisamente detener el círculo vicioso de la corrupción, nocivo para todos, y promover el círculo virtuoso del cultivo del bien común, que es beneficioso para todos.