En la época contemporánea, la vida metropolitana se caracteriza por la infinidad de estímulos que, de manera simultánea, excitan la percepción hasta un punto que supera nuestra capacidad de respuesta. La tecnología ha acelerado la vida social poniéndola en un estado de vértigo y permanente sobresalto. No obstante, nunca la humanidad occidental se ha aburrido tanto como ahora. No es casual que una de las industrias más importantes y millonarias sea la del entretenimiento. Y es que el tedio ha dejado de ser un asunto exclusivamente individual para convertirse en un fenómeno colectivo que está obligando a las empresas y centros educativos a tomar medidas para mitigar el aburrimiento de sus empleados y estudiantes. Sin embargo, fue recién en la segunda mitad del siglo XIX que algunos filósofos empezaron a considerar el aburrimiento como un serio problema existencial. El danés Søren Kierkegaard, por ejemplo, advertía sobre sus peligros, ya que el individuo que no supera ese estado permanece recluido en sí mismo y queda a merced de fenómenos vitales más crepusculares y difíciles de manejar como la melancolía o la angustia.
El filósofo alemán Arthur Schopenhauer sostenía que “la base de todo querer es la necesidad, la carencia, o sea, el dolor, al cual pertenece en origen y por su propia esencia. En cambio, cuando le faltan objetos del querer porque una satisfacción demasiado fácil se los quita enseguida, le invade un terrible vacío y aburrimiento: es decir, su esencia y su existencia mismas se le vuelven una carga insoportable”. (Parerga y paralipómena. Tomo I). El aburrimiento expresa, pues, un radical desinterés frente a un mundo incapaz de ofrecer lo que el individuo anhela. No se trata, por cierto, de ese aburrimiento circunstancial que puede conjurarse con distracciones, divertimentos o placeres, sino, como señala el pensador rumano Emil Cioran, “de un hastío, por decirlo así, fundamental y que consiste en esto: más o menos súbitamente en casa o de visita o ante el paisaje más bello, todo se vacía de contenido y de sentido. El vacío está en uno y fuera de uno. Todo el Universo queda aquejado de nulidad. Ya nada resulta interesante, nada merece que se apegue uno a ello” (Adiós a la filosofía y otros textos).
La consecuencia natural del aburrimiento es el debilitamiento de la capacidad de atención, de la vitalidad psíquica y, por supuesto, de la energía y de la actividad. El escritor noruego Lars Svendsen, autor del libro titulado Filosofía del tedio, asocia esta epidemia con la crisis de las sociedades industriales y el malestar de sus ciudadanos. Después de todo, en el mundo actual proliferan los medios, pero escasean los fines que satisfagan aspiraciones que no se colman con los bienes y servicios que prodiga la sociedad posmoderna. En este contexto, el aburrimiento revela inesperadamente un nuevo aspecto, como síntoma a la vez que como revulsivo de un orden crecientemente nihilista. Como dice el filósofo español Vicente Verdú, el presente ascenso del aburrimiento puede ser “una señal altamente prometedora hacia el futuro social; el signo crucial de haber alcanzado el máximo empacho y, a partir de él, ser más propensos a vomitar o no tragar”.