Franklin Ibáñez
¿Es el corrupto inteligente? No, al menos para la tradición filosófica. ¡Ojalá algún día actuemos de acuerdo con ella! Revisemos algunas opiniones en orden cronológico inverso: de Kant a Aristóteles, pasando por Tomás de Aquino. En general todos ellos dirían que la corrupción es tan dañina como irracional. Denota un fallo en el pensamiento del bribón.
Creía Kant que las personas son libres puesto que son racionales. Nuestro intelecto nos permite plantearnos múltiples opciones o futuros posibles. ¿Qué profesión elegiré? ¿Dónde quiero vivir? Puedo responder, entender e incluso formular estas preguntas gracias a que tengo inteligencia. Solo el ser humano tiene opciones y puede escoger entre ellas debido a que solo él posee razón. La voluntad es fruto de la inteligencia. En cambio, el animal no es libre. No tiene razón. Un cachorro no hace planes; no proyecta un futuro. No sueña con ser perro policía. Está muy determinado por instintos inmediatos. Solo tiene deseos pero no una voluntad que le permita elegir entre estos, organizarlos, reelaborarlos. Volviendo al ser humano, si ser racionales nos vuelve libres, la corrupción es señal de que no somos ni uno ni otro. ¿Por qué? Porque muestra que nos domina el instinto primario. Si recibo un soborno con la esperanza de ser rico, pierdo la sensatez por una pasión o deseo. Para confirmar que ser corrupto no es racional, hagamos un test. –Bueno, es la célebre prueba de Kant llamada imperativo categórico–. Cada vez que seas tentado por la inmoralidad, pregúntate si quisieras que todas las personas hagan lo mismo. ¿Desearías que todo el mundo reciba prebendas? ¿Ansías que los sobornos sean universalmente permitidos para los funcionarios públicos? ¿Es de listos querer que toda la humanidad actúe así? Si respondes “no”, entonces, sé inteligente y comienza por no alimentar tú mismo esa cultura.
Tomás de Aquino, representante del derecho natural, afirmaba que todos sabemos lo que está mal. Matar y robar son acciones condenables universalmente. Es evidente, casi tanto como el principio de no contradicción —nada puede ser cierto y falso al mismo tiempo—. ¿No es obvio también que el desviar fondos públicos hacia mis arcas privadas está mal? Sí. Luego, si algunos no lo notan en el momento o nunca, es porque su propia razón se ha corrompido. ¿Por qué? Porque las pasiones nos enceguecen —ese dinero satisfará algún deseo que me obsesiona—, crecemos en círculos donde el vicio se ha vuelto natural —todos en la oficina lo hacen—, nuestra estructura mental o psicológica está dañada —como un psicópata que no ve la maldad de sus actos—, nos agenciamos de falsos razonamientos —el estado no me da lo que merezco, por eso yo hago justicia por mi cuenta—, etc. Debemos liberar nuestras mentes de estas taras y regresar a la sensatez.
Vayamos con Aristóteles. Primero tengamos en cuenta que solemos llamar genio, vivo, avispado, a quien se zurra en las normas de manera que no es descubierto ni castigado. Pensemos en un contador que desfalca a su empresa, un ingeniero que substrae materiales, un ciudadano que evade impuestos. Frecuentemente, alabamos su agudeza en vez de reprocharla. ¿Qué diría Aristóteles? Que no hay nada digno de elogio en obrar mal; ni siquiera sabiduría, sino falta de esta. La razón o la inteligencia es una sola aunque se aplique a diferentes dominios. El contador, el ingeniero o el ciudadano requieren saberes técnicos para llevar adelante sus cometidos: matemáticas, construcciones o impuestos. Si ellos realizan sus tareas conscientemente mal, no es por falta de conocimiento técnico o teórico. Se les podría considerar astutos desde el punto de vista teórico o técnico, pero no desde el punto de vista práctico. La inteligencia técnica nos indica cómo operar con procedimientos, organizar medios para fines; la práctica, cómo vivir. Aunque aquellas personas se muestren hábiles en ciertos dominios, les falta usar su brillantez para conducir su vida.
Sabio es quien conoce de ciencias y técnicas y, a la vez, cultiva y practica virtudes. Usa su razón para controlar sus pasiones. Quien bebe mucho y maneja no es inteligente. Sabe que le puede ocurrir un accidente, que su familia lo necesita, que no le gustaría que un conductor ebrio atropellara a uno de los suyos, pero no es sensato pues se deja guiar por deseos vanos en vez de buenas razones. Por ello, dejemos de admirar al corrupto. Quitémosle todo calificativo que pueda confundirse con aprecio de su mal obrar. Ni siquiera su astucia es digna de elogio. En pocas palabras —y aunque suene fuerte— habrá que decir que el corrupto no es medio inteligente, sino medio estúpido.