Todas las mañanas felices se parecen entre sí, lo mismo que todas las mañanas infelices, y esa es la base de la profunda infelicidad que provocan: la sensación de que esta infelicidad se ha producido anteriormente, de que cualquier esfuerzo por evitarla solo servirá para reforzarla o acaso exacerbarla, y de que el universo, por las razones inconcebibles, innecesarias e injustas que sea, conspira contra la inocente secuencia de ropa, desayuno, dientes y remolinos rebeldes, mochilas, zapatos, chaqueta y adiós.
Jacob había insistido en que Julia cogiera su coche para ir a la reunión con el rabino Singer; así podría marcharse directamente y disfrutar todavía su día libre. Atravesaron la escuela hasta el aparcamiento en severo silencio. Sam nunca había oído hablar del derecho de permanecer callado, pero lo intuía. Aunque tampoco importaba: sus padres no querían hablar delante de él sin hablar primero a sus espaldas. Así pues, lo dejaron esperando en la entrada, entre los niños-hombre con bigote que jugaban a Yu-Gi-Oh!, y fueron a buscar sus coches.
—¿Quieres que compre algo? —preguntó Jacob.—¿Cuándo?—Ahora —Tienes que ir al brunch con tus padres. —Solo lo preguntaba por si puedo ahorrarte trabajo. —No nos vendría mal pan para los bocadillos. —¿De algún tipo en concreto?—Del tipo que compramos siempre.—¿Qué pasa?—¿Qué pasa de qué?—Pareces molesta.—¿Tú no lo estás?
¿Había encontrado el móvil?
—¿No vamos a hablar de lo que acaba de suceder ahí dentro?
No había encontrado el móvil.
—Sí, desde luego que sí —dijo él—. Pero no en este aparcamiento. No con Sam esperándonos en las escaleras y con mis padres esperando en casa. —Entonces, ¿cuándo?—¿Esta noche?—¿Esta noche? ¿Así, con interrogantes? O: esta noche. —Esta noche. —¿Me lo prometes?—Julia… —Y no dejes que se encierre enfurruñado en su cuarto con su iPad. Que sepa que estamos enfadados. —Ya lo sabe. —Sí, pero quiero que también lo sepa mientras yo no esté. —Lo sabrá.—¿Me lo prometes? —preguntó ella, aunque esta vez pronunció la pregunta en tono descendiente en lugar de ascendiente.—Y si no, por favor, que me parta un rayo.
Ella podría haber añadido muchas cosas, le podría haber puesto varios ejemplos de su historia reciente, podría haber explicado por qué lo que le preocupaba en realidad no era el castigo, sino cómo aquello iba a reforzar sus papeles como padres, ya casi calificados y totalmente sesgados; pero lo que hizo, en cambio, fue darle un leve apretón en el brazo.
—Te veo esta noche.
Hasta entonces, el tacto siempre los había salvado. Por grave que fuera el enfado o el resquemor, por profunda que fuera su soledad, les bastaba con tocarse, incluso levemente, para recordar lo unidos que estaban. Una simple palma sobre el cuello y todo volvía. Una cabeza apoyada en el hombro.
La reacción química era explosiva, el recuerdo del amor. A veces era casi imposible salvar la distancia que separaba sus cuerpos y tender la mano. A veces era totalmente imposible. Los dos conocían el sentimiento a la perfección, en el silencio de un dormitorio oscuro, contemplando el mismo techo: si pudiera abrir los dedos, los dedos de mi corazón se abrirían también. Pero no puedo. Quiero tenderle la mano y que tú me la tiendas a mí. Pero no puedo.
—Siento lo de esta mañana —dijo él—. Quería que tuvieras todo el día para ti. —No has sido tú quien ha escrito esas palabras.—Tampoco ha sido Sam. —Jacob…—¿Qué?—No puede ser y no será uno de esos casos en los que uno le cree y el otro no. —Pues créele.—Está clarísimo que ha sido él. —Créele de todos modos; somos sus padres. —Exacto. Y tenemos que enseñarle que los hechos acarrean consecuencias. —Creerle es más importante —dijo Jacob. La conversación iba tan rápido que le costaba seguir el hilo de sus propias palabras. ¿Por qué había elegido aquella batalla? —No —repuso Julia—, quererle es más importante. Y cuando se termine el castigo, sabrá que nuestro amor, que nos obliga a causarle dolor de vez en cuando, es la consecuencia última. Jacob abrió la puerta del coche de Julia y dijo:—Continuará.—Sí, continuará. Pero necesito que me digas que en este asunto los dos estaremos del mismo lado. —¿Quieres que diga que no le creo?—Que, creas lo que creas, vas a colaborar para que quede claro que estamos decepcionados y que se tiene que disculpar.
Jacob odiaba aquella situación. Odiaba a Julia por obligarle a traicionar a Sam y se odiaba a sí mismo por no plantarle cara a Julia. Y si le hubiera quedado odio para repartir, habría sido todo para Sam.
—De acuerdo —dijo. —¿Seguro?—Sí. —Gracias —dijo ella, y se metió en el coche—. Continuará esta noche.—Vale —dijo él, y cerró la puerta—. Tómate todo el tiempo que necesites. —¿Y si el tiempo que necesito no cabe en un día?—Yo tengo la reunión con HBO.—¿Qué reunión?—Pero no es hasta las siete. Ya te lo comenté. Pero, bueno, seguramente para entonces ya habrías vuelto. —Ahora ya no lo sabremos nunca.—Es un fastidio que sea fin de semana, pero serán solo una o dos horas. —No pasa nada. Él le dio un apretón en el brazo. —Aprovecha lo que queda —dijo. —¿Cómo?—Del día.
Jonathan Safran Foer (Washington D. C., EE. UU., 1977) es novelista y filósofo por la universidad de Princeton. Actualmente es profesor de Escritura Creativa en la universidad de Nueva York. Es autor de las novelas Todo está iluminado (2002), Tan fuerte, tan cerca (2005) —ambas adaptadas al cine—, Tree of codes (2010) y Aquí estoy (2017); además del ensayo Comer animales (2009). Ha recibido numerosos premios, y fue incluido entre los mejores novelistas jóvenes norteamericanos de Granta.
Título: Aquí estoyAutor: Jonathan Safran FoerEditorial: Seix BarralPáginas: 720Precio: S/103,00