Homero cuenta que Odiseo, tras la guerra de Troya, rechazó la vida eterna de placeres y riquezas junto a Calipso y, luego de aquella con Circe, decidió regresar a Ítaca disfrazado de mendigo y luchar con los pretendientes de Penélope, su esposa. El único que lo reconoció fue su perro Argos. La inteligencia animal ha sido registrada desde la Antigüedad, aunque siempre concebida como distinta de la del ser humano.
Si dentro de lo probable pensamos el futuro de la relación entre humanos y animales, encontramos la inquietante profecía de Baba Vanga ( 1911-1996 ), una vidente muy eficaz: en 2164, aparecerán los primeros seres mitad animales, mitad humanos. Escandaloso, ¿no?
En 2014, una corte argentina declaró a Sandra, una orangután, libre en tanto “persona no-humana y ser sintiente sujeto a derechos”. Virginie Simoneau-Gilbert, filósofa montrealesa explica que “el derecho considera a los animales como bienes. Una tradición legal que retrocede al derecho romano, la división de las entidades jurídicas en bienes y personas; solo estas poseían derecho a la libertad y al bienestar físico. Por ello Sandra marca un hito, así como el hecho de que, desde 2019, en Manhattan ya no se vende foie gras (por la manera como se obtiene)”. Simoneau-Gilbert investiga en la Universidad de Oxford la extensión de la personalidad jurídica de “los animales no-humanos” en el código civil francés.
Las palabras y los números ayudan a los humanos a dar sentido a nuestra realidad, pero ¿qué sucede en el silencio de los animales?
Contra el humanismo
La pregunta ha sido sepultada bajo el peso bíblico del Antropoceno. El sexto día de la creación se confiere al ser humano el poder sobre toda la fauna y flora (“para que todo os sirva de alimento”, Génesis 1:26,29), y nace la mentalidad de que el hombre es el mayor usufructuario y “la medida de todas las cosas”. Constatamos hoy los estragos en un cambio climático planetario que tiene el efecto de una sexta extinción.
Para la tradición escéptica, desde siempre asociada a la reflexión sobre la naturaleza animal, el conocimiento humano no puede describir con certeza la naturaleza. Conocemos solo las apariencias y no las cosas en sí mismas. Por tanto, no existe razón para considerar al ser humano como el centro de la naturaleza.
En “Apología de Raymond Sebond”, Michel de Montaigne reúne las observaciones más interesantes que se han escrito sobre los animales desde la Antigüedad. Hoy, primatólogos y biólogos como Frans de Waal y Marc Bekoff investigan el carácter moral o la noción de lugar sagrado de los animales, entre otras observaciones recogidas ya por Montaigne en 1575.
Otros mundos en la Tierra
En cuanto a la efectividad de la comunicación humana, a pesar de tener un sistema de comunicación altamente abstracto, parece que los bosques se comunican mejor intercambiando, a través de impulsos eléctricos, información química con otros árboles mediante sus raíces. Son más solidarios y no contaminan.
Piense en las sociedades de insectos, en las hormigas que operan bajo un sistema similar al de castas y en las bandadas de cientos de estorninos en perfecta sincronía. Recuerde el asombroso GPS de las más de 200 especies que atraviesan el Parque Nacional Serengeti, en Tanzania, cuando llega la temporada seca. Frente a la media de 85 años de vida humana, existen reptiles que alcanzan 200 años; langostas de 150, árboles como la pícea, de 9.000; y la hidra —pariente de la medusa— y el molusco Ming son biológicamente eternos. Ciertamente, existen más de cinco sentidos en la naturaleza.
Montaigne cuenta que los antiguos médicos que viajaron con Alejandro Magno a la India aseguraban que los elefantes tenían experiencias religiosas durante sus baños matinales. Y aunque no tuviéramos ninguna evidencia de religiosidad en los animales, “tampoco podemos sacar consecuencias de lo desconocido”, afirma Montaigne.
Los escépticos lo sabían ya: existe una infinidad de mundos en la Tierra más allá de la comprensión del ser humano.
La literatura animal
La descripción de complejas conexiones con su hábitat no termina por explicar a los animales. Los ecólogos y primatólogos lo saben, algo más que estímulos y necesidades biológicas motivan sus comportamientos.
Quizá compartimos algo fundamental con ellos. Las ciencias exactas explican la naturaleza física y finita. En cambio, el ser humano es un quehacer constante, como sospechamos que sucede con los animales, que conocen su finitud y luchan por sobrevivir. No somos un producto acabado, un objetivo determinado —ignoramos si nuestra vida tiene un fin en sí misma o, en todo caso, le damos sentido sobre la marcha—. Es inevitable: somos tiempo. ¿No lo son los animales también? Por ello, cuando queremos explicarnos, dar razón de nosotros mismos, narramos algo.
En fin, si es verdad que los libros son a la imaginación lo que el telescopio es a la astronomía, y que la lectura es un acto creativo de empatía cuando la literatura es buena, quizá comprenderán mejor a los animales con estas recomendaciones: “El peregrino”, de J.A Baker ( 1967 ). Durante diez años, entre 1955 y 1965, observó a los halcones de su tierra. Con una prosa elegante y sencilla, alcanza la solemnidad de un haiku. Hay una excelente traducción del argentino Marcelo Cohen. “La metamorfosis” ( 1915 ), de Kafka, que, en la primera oración, excluye la posibilidad de un sueño: el narrador se convierte en una cucaracha. Kafka explora la vulnerabilidad del ser humano y del insecto. “El silencio de las bestias: la filosofía a prueba de la animalidad” ( 1998 ) de Élisabeth de Fontenay. Jacques Derrida lo consideró el esfuerzo más importante de pensar la animalidad. Es una aproximación filosófica de la crisis de lo humano y de las similitudes de base con lo animal.