La terquedad del alcalde de San Isidro ha impedido que una obra concebida para unir sea hoy símbolo de disputa e indignación.
La idea pintaba bien: Miraflores y San Isidro conectados por un puente, a la altura del LUM, con una ciclovía que se prolonga por el malecón con el rumor del Pacífico completando una escenografía maravillosa. El nombre elegido, aunque simplón, calzaba con el objetivo: Puente de la Amistad.
La obra fue iniciada durante las gestiones de Jorge Muñoz y Manuel Velarde. El nuevo alcalde de Miraflores, Luis Molina, mantuvo el entusiasmo; el de San Isidro, Augusto Cáceres, le bajó el pulgar. Aceptó el puente, pero puso mil peros a la continuidad de la bicisenda en su distrito y mandó colocar unas rejas. ¿Los motivos? Ninguno que tuviera un gramo de sustento (la vía chocaba con el estacionamiento del mercado, cruzaba por un terreno, el proyecto original no incluía una ciclovía, etc.). ¿El resultado? La obra fue inaugurada ayer incompleta.
Sobre las verdaderas razones detrás de la oposición del señor Cáceres se han tejido diversos rumores que no vale la pena mencionar. Además, el asunto de fondo es otro: Lima difícilmente se convertirá en la urbe moderna a la que aspiramos mientras siga dividida en 43 distritos. En los hechos, cada alcalde es un reyezuelo de su jurisdicción, sobre la cual hace y deshace, sin darle continuidad a proyectos de largo plazo o que no lleven su sello.
Hay, sin duda, excepciones, pero lo usual es que cada distrito funcione como un coto cerrado. Y así, pensar en hacer de Lima una ciudad civilizada, es una quimera. El reyezuelo de San Isidro lo acaba de demostrar.