Bajo un imponente sol y en medio de cuatro pabellones de nichos que cubren el silencio, un hombre de 60 años está recostado sobre la lápida de una tumba grabando a golpe de piedra y cincel el nombre y la fecha de defunción del cuerpo que yace bajo tierra. Lleva puesto un polo azul, pantalón drill color beige, mascarilla quirúrgica y un peculiar gorro hecho a papel que —según cuenta— así usaban los antiguos marmolistas. Su nombre es Fernando y se dedica a este oficio desde hace 30 años en el cementerio El Ángel, en El Agustino. Él está concentrado en su trabajo, pero en un instante hace una pausa y alza la cabeza para decirme: “Aquí han aumentado bastante los entierros por COVID-19”.
En uno de los pabellones, Juan Manuel Quito Baylón y Raúl Zara confirman la información. Ambos laboran como sepultureros y nadie mejor que ellos para ser testigos de este fatal incremento.
Hasta casi el mediodía Raúl ya cuenta tres sepelios durante su jornada. “La mayoría de los muertitos son por COVID-19, incluso hemos enterrado a familias enteras. Un día traen al papá, al siguiente a la mamá, al hijo y así sigue”, asegura mientras toma un descanso.
Para Raúl, un cincuentón cusqueño de 1.60 cm de altura y tez oscura bronceada por la exposición al sol, ya es costumbre inhumar cadáveres, pues lo ha realizado durante 35 años. Sin embargo, afirma que la pena y el dolor que sentía cuando inició en este difícil oficio ha regresado con la pandemia.
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“Nosotros ya nos habíamos acostumbrado, pero hoy el sentimiento de dolor ha vuelto. A veces se nos escapan las lágrimas”, revela Raúl; y a un metro de distancia Juan Manuel, conocido como ‘Colita’ por su peinado, mueve la cabeza de manera afirmativa y solo atina a decir: “Es fuerte todo esto”.
La frase de ‘Colita’ es el reflejo de las duras cifras: en lo que va de la pandemia, el Ministerio de Salud (Minsa) registra 60.416 muertes por coronavirus en el país. Solo en este mes, han fallecido más de 7 mil peruanos por esta enfermedad. El 17 de abril, el Minsa reportó un nuevo récord de defunciones diarias: 433.
Esta situación ha causado que, en los últimos dos meses del 2021, los cementerios de Lima Metropolitana, donde han muerto 23.602 personas por este mal (solo en registro oficial), reciban más víctimas mortales para ser inhumados.
Al mediodía, al popular cementerio El Ángel, levantado en un terreno de 29 hectáreas e inaugurado en 1959, llega otra carroza fúnebre con un difunto por COVID-19 para ser sepultado. Se trata del cuerpo de Nicolás Idauro Zamora Rodas, de 58 años, quien falleció último sábado en el Hospital Guillermo Almenara.
Nicolás Zamora ingresó al hospital saturando 85 y antes de ello usó 14 balones de oxígeno en su domicilio durante dos semanas. La primera en contagiarse fue su pequeña de cinco años, luego su esposa y finalmente él. “Yo no podía hacer nada porque recién me estaba recuperando, mientras yo estaba en cuarentena mi esposo empeoraba. Fue complicado”, cuenta María Guanilo (40).
La carroza avanza por el corredor del cementerio para llegar hasta el pabellón San Amada I. Al vehículo nadie lo acompaña y nadie le tira pétalos de rosas. La pandemia también arrebató las tradicionales despedidas. Muy por detrás van caminando solo cinco familiares.
El féretro, envuelto con papel film, es sacado de la carroza y, antes de meterlo al nicho, uno de los hijos toca el cajón de su padre para darle las últimas palmadas de despedida. La tristeza es inevitable y rompe en llanto. El montacarga, que es operado por ‘Colita’, levanta el ataúd y este empieza a perderse de vista.
Ahora el cuerpo de Nicolás Zamora reposa en la misma necrópolis que reúne a más de 600 mil almas. Entre ellas, las de algunos personajes trascendentales como Chabuca Granda, Rómulo Varillas, Lucha Reyes y el poeta Martín Adán.
En enero y febrero de este año, en El Ángel se realizaba entre 4 y 5 sepelios diarios. Pero en las últimas semanas, desde el 15 de marzo y lo que va de este mes, el número de entierros subió a 8 y, en algunos días, llegó hasta 10. “Ha aumento un 30% en comparación al inicio del 2021”, detalla Daniel Cáceda, subgerente de Negocios de la Beneficencia de Lima (BL).
Pabellones COVID-19
El cementerio El Ángel, administrado por la BL, cuenta con 630 pabellones, cuatro de los cuales están destinados a víctimas del COVID-19: San Amadeus I, San Afrodísio I, San Amada I y San Ananías I. Estos suman un total de 853 nichos, todos pintados de blanco.
En este último pabellón ingresó al primer cadáver de una víctima de coronavirus el 25 de abril del 2020 sepultada en este lugar. Se llamaba Sergio Sipriano Chang Aquije y tenía 86 años. El domingo se cumplió un año desde aquel día. “La hora de ese entierro era a las 10:00 a.m., pero el cajón demoró en llegar. Todos estábamos asustados porque era nuestro primer entierro. Ningún familiar lo acompañaba; fue triste”, recuerda Cáceda.
Poco a poco, el espacio quedó reducido. El pabellón San Amada I cuenta con 413 nichos, pero solo quedan libres 30. El 90% del total están ocupados por víctimas de este virus.
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“Cada entierro es agotador, estamos sin descansar porque le damos parejo”, revela Juan Manuel, quien lleva más de siete años como sepulturero. Raúl y ‘Colita’ se alistan para su almuerzo, que no debe durar más de una hora, porque a las 2:00 p.m. tienen programado enterrar a Noemí Zanabria Montes (71). La pandemia avanza sin piedad.
Ante este incremento de entierros, la BL está construyendo dos pabellones: uno de 154 nichos y el otro de 336, ambos de 7 niveles. El primero está previsto que se termine este 30 de abril y, el segundo, el 10 de junio. Además, iniciarán con el proyecto de construcción de 7 mil tumbas.
Sepultura en los cerros
Cerca de las 4:30 p.m. dos carrozas fúnebres llegan hasta el sector ‘Dos mil’ del cementerio Virgen de Lourdes de Villa María del Triunfo. La zona queda en uno de los cerros que corona el camposanto más grande de Latinoamérica. Allí, ocho hombres cargan un féretro y suben una pendiente sorteando los nichos y tumbas que hay a su paso. “¡Agarra aquí, levanta ese lado, con cuidado, vente para acá!”, se dicen mientras cargan el ataúd y suben hasta la fosa donde sepultarán a Rosa Ramírez Aliaga, de 86 años.
Está presente toda su familia, pues son cerca de 30 personas, pese a la pandemia y a las normas de distanciamiento. Allí, un predicador con la Biblia en la mano y una campana se encarga de dar cristiana sepultura: “Señor, dale el descanso y bríndale la luz eterna”.
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Al costado, uno de los sepultureros tiene casi el cuerpo completo metido en una fosa de dos metros de largo, terminando de cavar con una barreta la tumba de Teodocia Bernuy Paulino, de 53 años, quien también murió de COVID-19.
De pronto, la hija de Teodocia pide que suban el cajón de su madre. Ella se llama Roxana Ramos Bernuy (28) y cuenta que su mamá falleció el 24 de abril en el Hospital de Emergencias Villa El Salvador donde estuvo internada dos días. “Mi papá y mi hermano también están contagiados y no pudieron venir a despedir a mi mamá. Quisimos enterrarla abajo pero no hay espacio, solo queda hacerlo aquí en lo alto del cerro”, dice Roxana.
El sol empieza a esconderse; el féretro de Teodocia es bajado poco a poco hacia la fosa con la ayuda de una soga. Roxana y su hermana menor, quien carga la cruz que será clavada en la tumba de su mamá, miran con pena y dolor todo el proceso.
El ataúd acaba de encajar dentro de la fosa. Entonces, Roxana procede a realizar el acto más doloroso de su vida: da las primeras paladas de tierra encima del cajón de su madre. Lo hace una y otra vez, sin parar de llorar. Al mismo tiempo, de fondo se escucha el sonido del arpa. Un hombre no deja de pellizcar las cuerdas de metal y nailon que emiten las notas graves y agudas de una música folclórica que se escucha en esta parte del camposanto Nueva Esperanza, como también se le conoce popularmente.
Desde el sector ‘Dos mil’ se puede ver que, al frente, dos cajones reposan sobre tierra en la parte alta del cerro. “Ese es el sector ‘Noventa y ocho’. Es una pareja de esposos, también han muerto de coronavirus. A veces hay más 20 entierros diarios”, explica Cabrera.
La gran cantidad de muertos que está dejando la pandemia ha causado que los cementerios lleguen a su tope. Tal es el caso del camposanto Mártires 19 de julio, conocido como Belaúnde, en Comas. De enero a marzo del 2021, en este cementerio se ha enterrado a 379 personas que no pudieron vencer la enfermedad. Entre Belaúnde y los otros dos camposantos que tiene el distrito (La Balanza y Luz Eterna de Collique) suman 705 sepelios.
“En lo que va de abril hemos tenido un incremento abismal, sobre todo casos de COVI-19. En este mes tenemos registrado 230 entierros. Es preocupante ya que nuestros cementerios están a punto de colapsar. Ha aumentado hasta un 30% en comparación al 2020”, refiere la subgerente de Salud del distrito, Georgina Pérez.
En estos cementerios también se entierra a los difuntos en lo alto de cerro. Los nichos coloridos, que son decorados según sus costumbres, se confunden con las casas de los asentamientos humanos que se ubican alrededor. El camposanto continúa en expansión para recibir a las víctimas de coronavirus y no hay linderos ni muros que separe a los vivos de los muertos.