La muerte cabalga un escuálido caballo, un batallón de esqueletos lo secunda. Con sus ataúdes como escudos, la guadaña avanza incontenible cortando gargantas. Colgando a la gente en pedestales. Ahogándolos en el mar. Atropellándolos con una tétrica carreta cargada de calaveras. Cazándolos con perros esqueléticos. “El triunfo de la muerte”, óleo sobre tabla pintado hacia 1562 por Pieter Brueghel ‘El Viejo’ (1525 - 1569), es una cumbre pictórica de la escuela flamenca y, en todas sus versiones, una de las pruebas documentales más espantosas de la existencia del contagio, tan presente ahora por la amenaza del coronavirus, y fuente original de los inimaginables cataclismos demográficos que arrasaron desde siempre a la humanidad. Cuyos artistas ya habían documentado, por ejemplo, la plaga de Atenas que devastó aquella ciudad-estado, Esparta y gran parte del Mediterráneo oriental el año 430 a. C. El azote viral, que insistiría dos veces más sobre esos pueblos, sería recreado por Michiel Sweerts en “La Peste de Atenas" (1652–1654). Los leprosos medievales, que con los nódulos protuberantes y la nariz en silla de montar deambulaban por las aldeas haciendo sonar campanillas y sonajeros, aparecerán en el “Speculum historiale” del fraile dominico Vincent de Beauvais (1190 - 1264) y en los cuadros del pintor flamenco Bernaert van Orley (1491 - 1542). Pero será la peste bubónica, sin duda, la gran herida que nunca pudo cicatrizar sobre la piel de la humanidad.
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PLAGAS AL ÓLEO
Dicen que bajó del Himalaya, pasó al África Central, los Grandes Lagos, las estepas de Eurasia y desde Manchuria llegó a Ucrania para contagiar a toda Europa. La pandemia del siglo XIV —llamada ‘gran mortandad’, ‘peste negra’ o ‘muerte negra’— mató a 25 millones de personas, tragedia recreada tanto en la pretérita versión de “El triunfo de la muerte” por el gótico toscano Buffalmacco (1340) como por el pintor alemán Felix Nussbaum (1944) antes de ser asesinado en Auschwitz. Como castigo de Dios por violentar el Arco de la Alianza, será recreada por el clacisista francés Nicolás Poussin en “La peste de Azoth” (1631), obra infestada de diabólica desolación.
La gran plaga de Milán, además de transportar a 280 mil almas a la tumba en las ciudades de Lombardía y el Veneto, dejó un par de magníficas telas conmemorativas en las escaleras que conectan el primer piso con el segundo de la Scuola Grande di San Rocco de Venecia, Capilla Sixtina de Tintoretto: “La virgen salvando a Venecia de la peste” (Pietro Negri, 1673) y “La virgen apareciendo ante los apestados” (Antonio Zanchi, 1666), donde la belleza de puentes, canales y edificios impacta con pilas de cadáveres siendo transportados por un gondolero que recuerda a Caronte llevándose almas al infierno.
Con impresionante observación y análisis, Domenico Gargiulo pinta “La plaza del mercado de Nápoles durante la peste” (1657) un año después del trágico azote que cobró 200 mil vidas, incluyendo a sus colegas Maximo Stanzione y Bernardo Cavallino. Con el féretro bajo el brazo y la guadaña hollando la esfera celeste, Juan de Valdés Leal (Sevilla, 1622-1690) será el barroco español, activo en Córdoba y Sevilla, que con dos obras (“In ictu oculi” y “Finis gloriae mundi”) inocule el género vanitas —la banalidad de la vida terrena, la universalidad de la muerte— en la península ibérica.
Y si la peste que llegó a Marsella en 1720 se hace presente en la obra de Michel Apriete y, muy especialmente, en las tres versiones de Michel Serre, artista que la padeció en persona, Jules Elie Delaunay será el mejor retratista de la primera gran tragedia que asfaltó con féretros calles y plazas de la Ciudad Eterna (“Peste en Roma”, 1869): sobre los cuerpos ingrávidos y la estatua del dios romano de la medicina Esculapio, dos ángeles anuncian el horror. Cosa inexistente en “Visita de Napoleón a los apestados en Jaffa” (1804), tela con la que Antoine Jean Gros sobredimensiona la valentía del ‘pequeño Cabo’ palpando el bubón axilar de un enfermo.
ACTO DE FE
Vestida de negro y blandiendo la guadaña con ambas manos —como en los cuadros del suizo Arnold Böcklin— o en forma de esqueleto provisto de arco y flechas —a la manera del tenebrista español Antonio Arias Fernández—, la muerte aterrizará inevitablemente con sus certeros dardos sobre el desprevenido paseante. Está en la escalofriante imagen del Dr. Chicogneau a quien en 1720 el rey de Francia enviara a tratar enfermos: largo gabán de cuero de chivo, máscara con nariz repleta de esencias, ojos cubiertos por cristales y un largo bastón para señalar a los muertos y apartar a los apestados.
Plagas también serán terremotos, inundaciones, hambrunas, sequías y nubes de langostas. La pandemia puede aparecer por culpa de un insecto (“La fiebre amarilla”, Juan Manuel Blanes, 1871) o por culpa de la noche, sus placeres y peligros (“Sífilis”, Richard Tennant Cooper, 1912). Las pústulas diseminadas en determinados huacos de la cerámica mochica en el Museo Larco denotarían que viruela y leishmaniasis estuvieron aquí antes que atracaran las carabelas. Porque ningún territorio es inmune y la lotería viral se encarga de vestirnos con su luto indiscriminado. ‘Omni mors aequat’, la muerte lo iguala todo.
Razón por la cual valdría preguntarse en qué medida el confinamiento actual teñirá de climas sombríos y ambientes lúgubres el arte post coronavirus. Se sabe que a la flotación mística del gótico sucedió un abrupto cambio en volumen, sombras y perspectiva lineal en los estilos florentino y sienés después de la peste negra. ¿El confinamiento actual —ese accidental cono del silencio que se nos ha impuesto al lado de la ya omnipresente conectividad virtual— estará generando alguna conmoción en el horizonte de la estética? Es de esperar que el arte, ante la sobrecogedora tragedia que vivimos, revierta en dinamismo y pedagogía severa de su propia fe.
¿Qué es un coronavirus?
Los coronavirus son una amplia familia de virus que pueden llegar a causar infecciones que van desde el resfriado común hasta enfermedades más graves, que se pueden contagiar de animales a personas (transmisión zoonótica). De acuerdo con estudios, el SRAS-CoV se transmitió de la civeta al ser humano, mientras que el MERS-CoV pasó del dromedario a la gente. El último caso de coronavirus que se conoce es el covid-19.
En resumen, un nuevo coronavirus es una nueva cepa de coronavirus que no se había encontrado antes en el ser humano y debe su nombre al aspecto que presenta, ya que es muy parecido a una corona o un halo.
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