Doña Genoveva Núñez Herrera le tiene pánico a los rayos. Los temores revivieron hace un mes por los inusuales fenómenos naturales registrados en Lima, pero se remontan a su niñez en Ollantaytambo (Cusco). Una noche, en ausencia de su madre, oyó un extraño ruido. Era el rugido de un puma sobre el techo de su casa. Asustada, apenas pudo moverse. Casi al mismo tiempo una luz con forma de cuchillo cayó del cielo sobre una olla, dejando como único rastro un agujero enorme. Alrededor, cuyes, patos y gallinas yacían muertos. Ella, con los oídos a punto de reventar, despertó a sus hermanitos y corrió junto con ellos a la vivienda de unos vecinos. La mujer que los acogió le dijo a Genucha, como cariñosamente la llamaban, que los cerros la querían como ofrenda, y le obsequió una cruz de chonta “para que no atraiga al rayo”.
Siete décadas después de ese episodio, la humilde niña de esta historia es una curtida artesana de 82 años que ha sabido amalgamar los recuerdos acumulados en su vida con el imaginario cusqueño que nutrió su infancia. El Premio Nacional Amautas de la Artesanía Peruana que acaba de recibir confirma su influencia como retablista, así como su invaluable aporte en la transmisión de conocimientos ancestrales a las nuevas generaciones.
–Los hilos del destino–
El largo camino recorrido por Núñez ha estado marcado por el esfuerzo y la determinación de sus actos. Mucho antes de conocer al maestro ayacuchano Jesús Urbano Rojas, de quien aprendió todo lo que sabe del arte del retablo, trabajó en una hacienda, y luego, ya en Lima, como empleada del hogar. Todo ese sacrificio tenía un solo objetivo: forjarle un mejor destino a su único hijo, Eustaquio Pomarrosa. “Cuando llegué a Lima solo tenía segundo de primaria, pero quería que él terminara los estudios superiores, que sea un hombre de bien”, cuenta. Cumplida esa misión, se impuso la tarea de construir su propio hogar en Huampaní. Allí un anuncio radial la llevó al Centro de Desarrollo Artesanal de la zona con la idea de aprender nuevos puntos de tejido y especializarse en esta rama. Sin saberlo, esa decisión cambió su destino.
La primera vez que vio a quien se convertiría en su esposo fue durante una celebración del centro. Urbano, profesor de imaginería y retablo, recitó un poema que a ella le gustó mucho, y una de sus compañeras se encargó de contarle quién era aquel hombre de rostro adusto. Un encuentro casual frente a una laguna hizo que intercambiaran palabras. Él le dijo llorando que su hijo y su sobrino habían desaparecido en Ayacucho, por entonces una ciudad azotada por el terrorismo.
El acercamiento se fue dando de a pocos hasta que una tarde él tocó la puerta de Núñez para pedirle, por favor, que le prestara su libreta electoral. La excusa fue compararla con su propio documento, que al parecer había sido falseado. “Dijo que volvía en media hora y no apareció hasta después de un mes. Le dije de todo”, recuerda la ahora amauta. Cuando regresó, además de la libreta tenía entre sus manos tres periódicos que marcaban una pequeña publicación. Era un edicto de matrimonio. “Estaba indignada. Quién le había dado ese derecho. Me dijo que había tenido un montón de mujeres, pero que con ninguna se había casado, que quería formar un hogar conmigo. Le pedí que se vaya”. Luego de varias semanas, él siguió insistiendo. Hasta que un par de meses después, por fin, le dio el sí.
–Heredera artística–
“Empecé a trabajar en la artesanía al poco tiempo de casarme. Primero haciendo sombreritos pequeños, y luego figuritas”, señala. El maestro Urbano siempre fue muy exigente. Ella comenta que no se cansaba de pedirle dedicación y paciencia. Tras una larga noche moldeando la pasta hecha de papa y yeso, la mejor recompensa era ver, al día siguiente, sus pequeñas piezas adornando un retablo. “Yo me sentía feliz. Un día me dijo que haga una máscara. Me quedó con cara de diablo. Para mí estaba fea, pero él me hizo blanquearla y pintarla. Justo llegó Pablo Macera y preguntó cuánto costaba esa mascarita. Treinta soles respondió mi esposo. Ahí me di cuenta de que mis manos tenían mucho valor”. Ese fue el inicio de una labor que ya lleva casi 40 años y que se intensificó a partir del 2001, cuando Urbano tuvo un derrame cerebral.
Tiempo después, mientras él se iba recuperando, volvieron a trabajar juntos. Ella modeló, siempre bajo las instrucciones de su esposo, el “Retablo de las sirenas encantadas”, una pieza de pequeñas dimensiones que lleva escrita en la parte de atrás el crédito de sus autores: “Jesús Urbano Rojas, maestro / Genoveva Núñez H. de U., alumna”. Esa firma significaba no solo el respaldo del maestro sino también que Núñez ya era una verdadera retablista. “Me dijo que ya podía vivir de esto y que cuando él muriera mis retablos tendrían mucho valor. Siempre me pedía que no haga cualquier cosa, que sea creativa. Eso es lo que intento”, señala la artista. Urbano Rojas falleció en el 2014.
–Nuevo legado–
Durante el último año la maestra artesana ha tenido problemas de visión. Esta situación, sumada al desgano en que la sumió la pandemia, ha hecho que postergue sus trabajos. “Ahorita estoy haciendo un cajón de San Marcos. Estaba desmoralizada porque no veía nada ni a nadie. Me chocó estar encerrada, pero ya me estoy recuperando”. Confiesa también que aunque a veces la invade el miedo de dejar su obra inconclusa, tiene en mente dos ambiciosos proyectos: reflejar en sus retablos el drama quechua “Ollantay” y algún acontecimiento narrado en las crónicas de Guaman Poma de Ayala. ¿Y quién podría continuar su labor artesanal?, le preguntamos. “He elegido discípulo, así como mi esposo lo hizo conmigo. Es una chica ayacuchana llamada Diana Quispe, a quien conocí en la Universidad San Marcos cuando dictaba un taller. Tiene el don para trabajar y pienso dejarle todas mis cosas. Tiene una voluntad única para aprender”, asegura.
Mientras el tiempo se encarga de poner las cosas en su lugar, doña Genoveva Núñez espera que los rayos, truenos y relámpagos no vuelvan a remover sus peores miedos. Por si acaso, dice, “voy a esconderme para que el rayo no me vea”.
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