Episodios que comenzaban siempre con un café de por medio, en el familiar entorno del restaurante Tom’s, punto de reunión de Jerry Seinfeld (interpretándose a sí mismo), Elaine Benes (Julia Louis-Dreyfus), George Costanza (Jason Alexander) y Cosmo Kramer (Michael Richards). Tantas veces se ha dicho que “Seinfeld” es un programa “sobre nada”, especialmente al recordar aquellos episodios donde toda la acción ocurre esperadon turno en un restaurante chino, o perdidos en el estacionamiento de un centro comercial. Sin embargo, es justamente esta aparente falta de pretensiones dramáticas lo que hizp a este programa un referente de la cultura de los años 90, a lo largo de 9 temporadas, con 180 capítulos emitidos entre 1989 y 1998.
Hablar de trama narrativa, a la manera de un tejido, significa cruzar hechos y personajes en una línea de tiempo. Un protagonista necesita algo y persigue este deseo a pesar de los obstáculos. Después de las tensiones vividas, al final el público sabrá si el personaje alcanzará su propósito o fracasará en el intento. Así solían construirse las historias en televisión hasta que llegó Seinfeld para cambiar las reglas de juego para las sit-com.
En efecto, en cada capítulo de Seinfeld, a diferencia de las ficciones convencionales, casi todo lo que hacen sus personajes obedece a voluntades inconscientes. Como en la vida, son nuestras paranoias, neurosis y temores inconscientes los que toman el control. Este plan para contar historias desafió no solo los manuales de comedia convencionales, sino también la cultura de la corrección política que empezaba a fraguarse en los años 90. En qué otra comedia podríamos escuchar frases como “¡No soy lesbiana! Odio a los hombres, pero no soy lesbiana”, como exclama Elaine, o la lúgubre reflexión de George: “Creo que si uno se va a suicidar, lo mínimo que puede hacer es dejar una nota, es una cortesía común”, o la sentencia de Jerry sobre el escenario de su show de stand up comedy: “¡La gente no rechaza dinero! Es lo que nos separa de los animales”.
Netflix ya tenía bien estudiado este regreso antes de invertir 500 millones de dólares para adquirir los derechos de transmisión. La serie “Comedians in Cars Getting Coffee”, uno de los éxitos de la plataforma, significó un excelente testeo de la vigencia del humor sin pretensiones que representa Jerry Seinfeld, quien no ha dejado de ser uno de los cómicos más populares en Estados Unidos, siendo ahora también uno de los más ricos, con una fortuna estimada en 830 millones de dólares. En su serie más reciente, el comediante invita a pasear a colegas humoristas como Jay Leno, Steve Martin, Jim Carrey, Tina Fey o Eddie Murphy, compartiendo conversaciones improvisadas, y eligiendo para cada invitado, según su personalidad, uno de los autos del millonario garaje que Senfield posee en Nueva York, con más de 150 vehículos de colección.
No fue Jerry Seinfeld quien inventó esa manera de contar inspirada en la improvisación vital, por cierto. Un siglo antes, el cuentista, dramaturgo y médico ruso Antón Chejov se había hecho célebre por contar historias donde los protagonistas no era del todo consciente de sus intereses, en dramas basados justamente en el engaño a sí mismos, al creer tener ciertos propósitos mientras sus intereses reales eran muy diferentes.
Como los cuentos y piezas teatrales de Chejov que reflejaban una clase media rusa en la segunda mitad del siglo XIX, en “Seinfeld” la atención del lector no se basa en seguir un argumento concreto. La anécdota de cada programa resulta un pretexto para revelarnos la intimidad de sus desconcertantes personajes, despertando nuestro interés por el comportamiento de personas que se parecen mucho a nosotros, pero con un punto de delirio que nos permite tomar distancia. El mismo Seinfeld lo explica en una de sus frases con marcado acento neoyorquino: “¿Por qué siempre tengo la sensación de que todo el mundo está haciendo algo mejor que yo los sábados por la tarde?”
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