Barroco bigote recortado al milímetro, peinado impecable, elegante reloj de bolsillo guardado a la altura de la cintura y un bastón que, en casos extremos, funciona como eficiente arma defensiva. Puntual consumidor de infusiones y pastelillos a las cinco en punto de la tarde, de nula resistencia a la champaña y una obsesión por el equilibrio que raya en el delirio, y sobre todo, poseedor de la discreta vanidad de quien se sabe el mejor detective del mundo: tales son los atributos de Hercule Poirot, detective creado por Ágatha Christie que, si bien acaba de cumplir un siglo de vida (su primera aventura, “El misterioso caso de Styles”, se publicó en 1920) puede vérsele en plena forma.
En efecto, después de “Asesinato en el Expreso de Oriente” (2017), la primera adaptación de Kenneth Branagh del mundo de la autora británica, el cineasta vuelve a interpretar al lúcido detective y a reclutar un elenco notable para resolver el clásico “whodunnit” (“¿quién es el culpable?”). En “Muerte en el Nilo”, reciente ingreso a nuestra cartelera, acompañan a Branagh una espléndida Gal Gadot, y una corte de sospechosos integrada por Tom Bateman, Annette Bening, Russell Brand, Ali Fazal, Dawn French, Armie Hammer, Rose Leslie, Emma Mackey, Sophie Okonedo, Jennifer Saunders y Letitia Wright.
Se trata de una cinta deliciosa, elaborada para el gusto de los devotos fans de Christie: cuando la idílica luna de miel de una hermosa pareja se vea interrumpida por un brutal asesinato, las vacaciones de Poirot se convertirán en una estremecedora búsqueda de un culpable. Ubicada en el Egipto colonial de la década del veinte, Branagh filma con un estilo clásico, permitiéndose licencias eróticas que fortalecen su idea del deseo como motor del crimen. El resto es parte de la fórmula: la exposición de la elegancia y la frivolidad de las clases altas, las infidelidades, la codicia, la necesidad de guardar las apariencias, la barreras sociales y, por supuesto, ese mecanismo de relojería que caracteriza las novelas de Christie ni bien sucede la muerte de la primera víctima. Así, en “Muerte en el Nilo” los cadáveres se van sumando en la bodega refrigerada de un lujoso barco fluvial que recorre el Nilo, llevándonos de las majestuosas pirámides de Guiza al gran templo de Abu Simbel, imponente por sus cuatro colosales estatuas de Ramsés II.
Creado por Agatha Christie con la Primera Guerra Mundial como telón de fondo, con la experiencia de quien ha sido enfermera voluntaria al cuidado de soldados heridos y refugiados de Bélgica, en “Muerte en el Nilo”, como en el resto de sus novelas, el crimen se plantea como un enigma que pone a prueba la perspicacia del investigador, un acertijo que se sobreimpone incluso al natural dolor de las víctimas. Para la autora, el delito es una anomalía que ataca mundos cerrados, convocando al brillante policía para extirpar, con el bisturí de la inteligencia, el tumor de la maldad antes de que eche raíces en el tejido social.
“Escribí Muerte en el Nilo después de volver de un invierno en Egipto. Cuando leo la novela ahora, me vuelvo a sentir en el barco de vapor que iba de Asuán a Wadi Halfa. Había una buena cantidad de pasajeros a bordo, pero los personajes de este libro viajaban en mi mente y se fueron volviendo cada vez más reales para mí, ambientados en un barco de vapor que viaja por el Nilo. Yo creo que el libro es uno de los mejores de mis libros de “viajes en el extranjero”, y si las historias de detectives son “literatura escapista” (¿y por qué no habrían de serlo?), el lector puede escapar a cielos despejados y aguas azules, además de al crimen, en los confines de un sillón”, señaló la propia escritora.
A un siglo de la primera aventura publicada de Poirot, Kenneth Branagh nos demuestra que la fórmula aún sigue vigente: como sus primeros lectores, el público sigue jugando a anticiparse al investigador, a la espera que, tras sus pesquisas e interrogatorios, reúna a los sospechosos y resuelva el crimen. A la manera del voyeur, espiamos angustias y miedos ajenos, excitándonos al enfrentarnos a la muerte pero con la tranquilidad de quien se siente a salvo.
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