Imagine, por un momento, que vuelve a ser niño. Imagine que, como parte de los inocentes sueños que entonces tenía, pudiera elegir un poder. Quizás no sea el de volar, predecir el futuro o darle vida a sus juguetes, pero igual podría servirle para entender mejor el mundo. Y no solo el de los vivos. Imagine que es un niño que puede conocer el final de una obra maestra, saber si la esposa de alguien recientemente viudo lo amaba realmente o evitar un atentado que podría causar cientos de víctimas. Imagine, solo por un momento, que tiene la capacidad de hablar con los muertos.
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Esa es la premisa de “Después”, la más reciente novela de Stephen King, un nuevo viaje de su imaginación hacia lo extraordinario y sus infinitas posibilidades. Jamie Conklin, hijo de una agente literaria, intenta llevar una vida normal en la Nueva York de principios de este siglo. “Diría que esta es una historia de terror. Tú juzgarás”, nos dice él mismo al inicio del libro. No tardaremos en darnos cuenta que así es.
Pronto, las fronteras de la vida y la muerte se hacen cada vez más tenues. Mientras iniciamos el viaje por las páginas de “Después” entendemos que el mundo de quienes ya se han ido parece estar presente y a nuestro lado de una manera distinta, por supuesto, pero con la posibilidad intacta de afectarnos igual o decidir nuestros destinos. Jamie convive con un poder que no entiende cómo o por qué posee, pero asume que es capaz de llevarlo al límite, desafiando, incluso, las creencias de los adultos que viven alrededor suyo. Como indica una parte del libro, muchas veces los adultos se resisten a creer en lo sobrenatural porque de niños descubrieron ya que otras fantasías inocentes, como Santa Claus o el Conejo de Pascua, eran mentiras. Su incredulidad es un mecanismo de autodefensa.
No existe, sin embargo, negación que resista el poder creativo de Stephen King. Después de todo, es el mismo hombre que nos contó la historia del automóvil maligno que domina a su joven e impopular dueño (“Christine”); la de aquel noble hombre afroamericano con la capacidad de obrar curaciones imposibles (“Milagros inesperados”); la del escritor que, desquiciado en medio de la soledad y de la nieve, intenta asesinar a su familia (“El resplandor”), o la de aquel otro que, tras un grave accidente, es secuestrado por una retorcida fan que lo obliga a escribir el final de su saga favorita (“Miseria”). Cómo no recordar también la historia de aquella frágil chica que, atormentada por el bullying, cobra sangrienta e incendiaria venganza gracias a sus poderes telequinéticos (“Carrie”); al antiguo funcionario bancario que, acusado de un crimen que no cometió, cava pacientemente por años tras un afiche de su celda para lograr un escape imposible (“Sueños de fuga”); al grupo de niños malignos que componen una oscura secta en medio del campo (“Los niños del maíz”), o a aquellos que experimentan la aventura de sus vidas en busca de un cadáver (“Cuenta conmigo”). Aunque, quizás, la que guarde más parentesco con “Después” sea la historia del monstruoso payaso Pennywise -en “It”-, que vive entre la realidad y la fantasía de un grupo de chicos que se convierten en víctimas suyas en este y en otros planos.
Aunque no todas lleven los mismos títulos en las películas que cuando fueron concebidas como cuentos o novelas, los argumentos pueden ser reconocidos casi en cualquier parte del mundo. Ese es el verdadero poder con el que Stephen King –también músico y aficionado al rock- fue dotado para enfrentar su vida. Y, como en el caso de un popular superhéroe, lo asumió con una gran responsabilidad. Una terrorífica responsabilidad, realmente.
Antes
Del mismo modo que sucede con Jamie Conklin en “Después”, surge natural la pregunta con Stephen King: ¿cómo obtuvo su poder? En su biografía, “Mientras escribo”, el autor nacido en Portland en 1947 aseguró sobre las reuniones que tenía con colegas y amigos: “Somos escritores, pero evitamos preguntarnos mutuamente de dónde sacamos las ideas. Sabemos que no lo sabemos”. Como si intentara responder satisfactoriamente a un enigma propio de los argumentos que concibe, anotó, páginas después: “Escribir es humano y corregir divino”.
Para muchos, sigue siendo sorprendente cómo puede ser tan prolífico alguien que, ya en numerosas ocasiones, ha desafiado esa verdad escrita en piedra que asegura que la muerte es el punto final. A pesar de eso, resistió sus embates y esquivó su guadaña. Primero, en los duros años de estrechez económica y constantes problemas de salud que experimentó durante su niñez. Más tarde, sobreviviendo a un alcoholismo más autodestructivo que bohemio. Y hace poco más de 20 años, a un accidente que destrozó su cuerpo y al que inexplicablemente sobrevivió, tras ser atropellado por una camioneta mientras paseaba cerca de su casa. Casi casi como si hubiera absorbido para sí los prodigios de los que fueron capaces muchos de sus personajes literarios. Si no fuera escritor, de pronto Stephen King sería universalmente conocido como couch experto en la dominación de los miedos. Quizá porque el primer recuerdo del que guarda consciencia es imaginarse como el forzudo de un circo itinerante.
Fue de niño cuando empezó a escribir lo que llamó sus “primeros híbridos”, que no eran otra cosa que sus iniciales intentos de escribir cuentos. El primero que publicó –tras innumerables rechazos- tuvo un título que parecía anticipar todo lo que venía: “Fui un ladrón de cadáveres adolescente”. Es probable que, gracias al recuerdo de aquellos años en los que tuvo que pasar muchos meses en cama por sus diversos males, haya tantos niños o jóvenes protagonizando sus historias. Y no son solo niños que están ahí, sino niños valientes, corajudos, capaces de plantarse ante retos que, aparentemente, podrían sobrepasarlos. Jamie Conklin sigue la misma tradición de Danny Torrance, con “El resplandor” como clara referencia a su capacidad para detectar presencias fantasmales; los siete chicos que integran “El club de los perdedores” y que enfrentan las pruebas sicológicas a las que los somete un payaso capaz de transformarse en sus peores miedos; Ben Mears, el muchacho que, convertido ya en un escritor consagrado, recuerda las pesadillas vividas en la casa embrujada que visitó en su infancia, en Salem’s Lot, o Gordie Lachance, inseguro e ignorado líder de un grupo de cuatro chicos que deciden conocer el mundo real hasta verle el rostro a la muerte en “Cuenta conmigo”, una de las referencias más directas de un éxito actual como “Stranger Things”.
Jamie Conklin sabe que tiene un poder, lo asume con naturalidad, aunque no sin temor. Guarda el secreto con su madre y le molesta que otros lo aprovechen. Después de todo, ¿qué no podría exigirle un mundo violento a aquel que es capaz de escuchar los secretos mejor guardados de aquellos que ya no están?
Después
“Durante mis últimos 5 años de bebedor, siempre remataba las noches con el mismo ritual: vaciar en el lavadero las cervezas que quedaban en la refrigeradora. Si no, al acostarme las oía hablar y no tenía más remedio que acabar levantándome y coger otra. Y otra. Y otra”, confesó alguna vez, no solo aceptando su alcoholismo, sino el poder sobrenatural que podía ser capaz de tener la bebida sobre su fuerza de voluntad. Esa misma bebida que, sin embargo, lo acompañó mientras creaba muchas de sus mejores y más conocidas novelas, incluyendo una –“Cujo”- que escribió tan borracho que ni siquiera recuerda haberlo hecho.
El licor casi acaba con su vida de otro modo, cuando un conductor que también tenía problemas de alcoholismo –y que jugaba con su perro mientras manejaba- lo atropelló cuando se ejercitaba cerca de su casa en Lovell, Maine, en junio de 1999. Como consecuencia del accidente, sufrió graves daños en la cadera, el cuello, costillas, la pierna derecha –que casi le es amputada- y uno de sus pulmones. Tras varias operaciones y una dolorosa rehabilitación, logró recuperarse increíblemente y volvió a caminar. Como revancha, compró la camioneta azul marca Dodge que lo dañó, solo para destruirla a martillazos. El conductor estuvo preso un tiempo y, más tarde, como si fuera el giro final de una de sus novelas, se suicidó con una sobredosis de pastillas.
En “Después”, a pesar de ser una buena persona, Tia, la madre de Jamie, tiene una dependencia cotidiana de vino. Mientras su propio hijo intentaba no pensar siempre en su capacidad para establecer lazos con el más allá, ella habitaba su propio infierno líquido que, en su caso, podía encerrar un poder contrario: el que la muerte tenía de acercarse a ella.
A lo largo de la novela aparecen presencias amenazantes, repugnantes personajes o descabellados rituales, en medio de situaciones que se hacen cada vez más tensas, donde la vida y la muerte son personaje, atmósfera, miedo, futuro o pasado, con la posibilidad de cerrar los ojos tan terriblemente igual a tenerlos abiertos.
“Los muertos están obligados a decir la verdad –revela Jamie-, algo que viene bien cuando quieres conocer la respuesta a una pregunta, pero, como he comentado, la verdad puede ser un auténtico asco”. Como en otros de los libros de Stephen King, quizá no encierran solo las historias que narran, sino un mundo subjetivo capaz de ser, en repetidas ocasiones, mucho más poderoso que lo aparentemente obvio.
Después de todo –sí, “después”- se trata del mismo hombre que escribió que la vida no está al servicio del arte, sino al revés, y que, cuando intentó explicar una vez más en su autobiografía qué es escribir, se respondió él mismo: telepatía.
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