Este viernes, a los 94 años, falleció don Arturo Salazar Larraín, un periodista ilustre y ejemplar al que me unía una relación casi familiar por mi gran amistad con su hijo Federico. Para el puñado de amigos que nos iniciamos en este azaroso oficio en el diario “La Prensa” a principios de los ochentas, además, una figura paterna. En muchos casos, la última…
Siete años atrás, tuve la suerte de ser convocado para intervenir en un homenaje que se le rendía precisamente como periodista. Y lo que dije entonces sigue expresando lo que él significó para todos nosotros.
El Padre Arturo
Participar de este homenaje a don Arturo Salazar me permite saldar una vieja deuda conmigo mismo. Para cualquier periodista tiene que ser un gusto poder destacar la figura de don Arturo en tanto hombre de prensa, porque es una ocasión de celebrar las virtudes que más estimamos en el oficio: la veracidad, la acuciosidad en la obtención de datos, la claridad y la sobriedad en el estilo, y, sobre todo, la extraña combinación de mesura y firmeza en las ideas o principios que uno defiende. Para mí, sin embargo, poder rendir este homenaje tiene un valor adicional, porque cuando pienso en la red de causas y efectos que me llevaron a dedicarme al periodismo, siempre llego a don Arturo como el origen de todo.
Sé que no es lo más elegante hablar de uno mismo en este tipo de circunstancias, pero en este caso voy a tener que entrar un poco en ese terreno fangoso, porque si no, no tengo forma de explicarles, de contarles lo que yo vi y admiré desde muy temprano en la vida en don Arturo y que me llevó a querer ser yo también un periodista. Debo empezar anotando que soy muy amigo de su hijo Federico y que esa amistad se remonta a los años escolares, en los que fuimos muchas veces compañeros de carpeta y siempre cómplices, junto con algunos otros amigos, en los proyectos más presuntuosos y descabellados.
En 1974, cuando cursábamos segundo de media, esos proyectos, a decir verdad, se concentraban sobre todo en el fútbol, pero los acontecimientos políticos iban a hacer que pronto adquiriésemos nuevos intereses. En ese entonces, por supuesto, todos teníamos una vaga idea de aquello a lo que se dedicaban los padres de nuestros compañeros más cercanos y, en esa medida, yo sabía que el papá de Federico era periodista; pero esa circunstancia no me parecía muy distinta al hecho de que el papá de otro amigo fuera médico y el de un tercero, arquitecto. Pero, como decía, era 1974 y la dictadura militar de Velasco había ingresado a su etapa más dura en lo que a reprimir a la prensa independiente se refería. De hecho, en las Fiestas Patrias de ese año, el gobierno expropió todos los diarios y puso a cargo de ellos a unos fulanos que los transformaron en una claque literalmente sin vergüenza de la llamada “revolución peruana”. Pues bien, cuando ese atropello se produjo, don Arturo era uno de los editorialistas más importantes del diario “La Prensa” –que nunca le escatimó críticas al velasquismo- y ciertamente no se quedó a ver lo que la dictadura militar iba a hacer con el periódico al que tanto trabajo y años de su vida le había dedicado. Eso atrajo desde luego nuestra atención –hablo siempre del grupo de muchachos amigos de Federico al que yo pertenecía- y nos hizo sentir que al papá de nuestro amigo lo habían hecho objeto de una injusticia sin nombre que –nos temíamos- podía dejarlo sin voz y empujarlo a alguna otra actividad que le permitiera llevar una vida menos complicada.
Pero, claro, nada de eso ocurrió. Lejos de arredrarse, don Arturo se juntó con otros periodistas de la vieja “cueva de Baquíjano” –un alias de “La Prensa”- y se empeñó en sacar una publicación que fuera aún más desafiante con la dictadura y que se llamó –en justificado pleonasmo- “Opinión Libre”. A esas alturas, como cabe suponer, ya nuestra admiración por el coraje y el compromiso de don Arturo por aquello que él sentía era su vocación y su obligación era absoluta. Todos estábamos identificados con él, todos relatábamos en nuestras casas los fragmentos de una épica de resistencia de la que nos sentíamos indirectamente partícipes, todos anticipábamos ya el ajuste de cuentas al que el papá de nuestro amigo iba a someter al tirano y a sus adulones aupados sobre los tanques… Y en verdad, hasta ese momento, nunca lo habíamos visto.
Cuando, unos meses después, “Opinión Libre” finalmente apareció, superó nuestras expectativas: era más cáustica y retadora de las barbaridades del velasquismo de lo que habíamos esperado. Y estaba por cierto muy bien escrita. Cada edición –creo que solo llegaron a salir cuatro- era más audaz que la anterior en su determinación de reclamar un retorno a la democracia y era vox pópuli que en cualquier momento la clausurarían y sus principales plumas serían desterradas. Semana a semana, entonces, los ejemplares de la edición que acababa de salir de la imprenta pasaban de mano en mano entre los elegidos en el colegio –estábamos en segundo media, insisto- como un material subversivo que nos hacía sentir partícipes de una –esta sí- auténtica revolución. Pero temíamos el desenlace que podía alejar de nosotros a este héroe que no conocíamos y provocar una situación de desamparo en la casa de nuestro amigo.
Y en esas turbulencias andábamos, cuando de pronto nos llegó la invitación para ir a almorzar a la casa de Federico. Teníamos que preparar, me parece, algún trabajo en grupo para el colegio y nos reunimos en esa cautivadora casona de Manuel Gómez, en Lince, que en los años sucesivos visitaría tantas veces, para poder consultar la biblioteca familiar de los Salazar Bustamante que nos permitiría sin duda hacer el análisis definitivo de “El vuelo de los cóndores” de Valdelomar o especular con brillo sobre la importancia de las ideas de la Ilustración en el Perú. Por supuesto, no hicimos nada, abrumados por la emoción de la aventura de ese día, que había empezado con la detección de los agentes de la PIP que merodeaban por la cuadra vestidos de paisano y sobre los que Federico ya oportunamente nos había advertido.
Cuando llegó la hora del almuerzo, nos sentamos a la mesa con don Arturo, la señora Alicia, David y Federico, claro está, y mis amigos y yo nos pusimos a comer guardando el silencio sepulcral que, suponíamos, convenía a la situación de antesala a una segura deportación que estábamos viviendo. Pero don Arturo nos sacó rápidamente de ese trance con bromas y preguntas sobre nuestros intereses y aficiones, que nos hicieron sentir cómodos y acogidos, pero no por ello menos deslumbrados por el hecho de que este hombre sobre el que se cernía una amenaza terrible se mostrase tan relajado y convencido de que no podía hacer otra cosa que lo que estaba haciendo.
Así, para cuando, unos días más tarde, la detención y la deportación finalmente se produjeron, don Arturo era ya para nosotros una versión anticipada de Indiana Jones, un hombre cuya combatividad, entereza y buen humor para plantarle cara a la adversidad queríamos tener un día. Y, según parecía, para conseguirlo, había que hacerse periodista.
Si no me equivoco, todo eso sucedió en diciembre de 1974. Y en consecuencia, al empezar tercero de media, en abril del año siguiente, lo primero que hicimos con Federico y los amigos de siempre fue crear un periódico mural en el que nos dedicamos a retar a todas las autoridades, escolares y políticas, buscando secretamente ser también deportados a algún Gulag que nos convirtiera en epígonos del héroe que habíamos visto hacía tan poco en acción. Aprendimos a hacer entonces las dos o tres gracias que hasta ahora nos han permitido sobrevivir en este vertiginoso oficio. Y don Arturo, desde su exilio en Ecuador, se tomó el paciente trabajo de leer las páginas altisonantes que escribíamos y de orientarnos sin apabullarnos con críticas. Estimulando, más bien, lo que veía de positivo en nuestro trabajo y concediéndonos la aprobación que tan desesperadamente deseábamos.
Pasó el tiempo, cayó Velasco, don Arturo regresó a Lima y “Opinión Libre” volvió a las calles. Y nosotros, pasamos del periódico mural a la publicación impresa en mimeógrafo, primero en el colegio y luego en la universidad, envenenados ya para siempre por el gusto de divulgar y debatirlo todo por escrito, de ser posible con algunos toques de escarnio. Y para cuando, en 1980, Belaunde devolvió los diarios a sus legítimos dueños y don Arturo se convirtió en el director de “La Prensa” recuperada, ya estábamos listos para empezar a cometer nuestras desmesuras a nivel nacional. Para entonces ya la troupe de amigos se había ampliado con compañeros de universidad como Iván Alonso, Enrique Ghersi, Franco Giuffra, Fredy Chirinos, Pablo Cateriano, Juan Carlos Tafur y otros. Y a todos ellos, a todos nosotros, nos convocó don Arturo a La Prensa, para recrear de alguna manera lo que Pedro Beltrán había hecho 25 o 30 años antes con él y otros jóvenes universitarios de su generación: una “escuelita” de periodistas. Y vaya escuelita la que formó, porque aun los que no se dedicaron luego primordialmente a este oficio, escriben todavía en las páginas de los diarios más importantes con solvencia, estilo y generalmente también con estilete.
Pero en esos años remotos la cosa no estaba obviamente tan cuajada. La perspectiva de tener las páginas de un diario a nuestra disposición nos llevó a cometer excesos, muy divertidos por cierto, a la hora de enmendarles la plana a los ministros o vapulear a los candidatos de todos los partidos a cualquier puesto político. Don Arturo, sin embargo, casi no intervenía. Nos dejaba cometer nuestros propios errores intuyendo que más aprenderíamos sufriendo en carne propia sus eventuales consecuencias que siendo salvados por alguna admonición oportuna. Los años, creo, han demostrado que sabía lo que estaba haciendo.
Terminada la experiencia de La Prensa, cada quien buscó su destino. Algunos en la televisión, otros en revistas y diarios, y muchos en la investigación o algún otro emprendimiento profesional, pero siempre con un pie anclado en el periodismo. Y siempre teniendo a don Arturo como un referente y un ejemplo, porque él no se dedicó solamente a impulsar nuestras carreras. Él siguió -y sigue- escribiendo y dando batalla por las ideas en las que siempre creyó.
No es casualidad, por eso, que en estos últimos treinta años, en cualquier reunión donde coincidamos con él, siempre los jóvenes que alguna vez fuimos y trabajamos bajo sus órdenes terminemos rodeándolo, tratando de picotear todavía algo de su sabiduría y llamándolo “Padre Arturo”. Porque si todos nos sentimos hermanos de Federico, eso no solo es por la gran amistad que nos une a él, sino también porque don Arturo –de una manera sutil pero muy cálida y aleccionadora- nos ha prohijado; una tarea, además, en la que siempre contó con la complicidad de la señora Alicia.
Es este pues un homenaje a un periodista literalmente ejemplar, que lleva las virtudes esenciales de este oficio -tan escasas en otros colegas- como si fueran inevitables y pan de todos los días. Un homenaje a un vigoroso hombre de ochentaitantos años que se repone en un pestañeo de asaltos y huesos rotos, como si fuese un veinteañero, porque sabe que todavía tiene mucho por hacer. Un homenaje, en fin, que yo no sé cómo culminar, sino confesando ante ustedes que, hoy a mis 53 años y con alguna experiencia periodística a cuestas, cuando lo veo todavía pienso: “Caray, cuando sea grande, yo quiero ser como don Arturo”.