Quienes crecimos y padecimos en su integridad esos treinta y seis años en los que el fútbol peruano quedó al margen de cualquier cita mundialista –ocho eliminatorias, decenas de derrotas amontonadas en la memoria– nos mostrábamos incrédulos en cuanto a la posibilidad de que la selección consiguiera un segundo repechaje consecutivo. Considerábamos dicho escenario demasiado premio para un país que con el paso de las décadas había hecho de la frustración y el sufrimiento estéril una tortuosa forma de hinchaje que, casi siempre, finalizaba en fracasos contundentes cual lápidas. Al fin y al cabo, éramos –seguimos siendo– la generación del 4-0 en Santiago de Chile del que nos costó media vida sobreponernos. Pero el milagro se repitió, los encuentros que se debieron ganar se ganaron y estamos a un partido de retornar a otro Mundial. La alegría se hace costumbre como nunca antes entre nosotros, aunque, con todo, el escepticismo se resiste a extinguirse.
Para comprender esa paradoja sentimental es recomendable acercarse a “La balada del gol perdido”, libro de crónicas que el poeta y sociólogo Abelardo Sánchez León publicó en 1993, es decir, el momento más deplorable del balompié nativo, cuando sobre el frontis del Estadio Nacional debió grabarse en grandes letras la misma frase que recibía a los condenados en el infierno de Dante: “Perded toda esperanza vosotros los que entráis”. Sánchez León, quien se distingue por su humor melancólico, repasa con tono agridulce una época en que el triunfo era “algo extremadamente raro en la conciencia nacional”, donde el pueblo no podía identificarse con el ganador “porque no lo encarna, y porque su nueva situación implica darle la espalda” y que nos determina a “una predisposición para la derrota”. Revisar estas páginas irónicas y lúcidas nos hace reencontrarnos, en este estado de gracia en el que los pases de Cueva y los goles de Lapadula nos han situado, con la caída ignominiosa ante Argentina el 78, las campañas de Pepe y Popovic que terminaron por hundir nuestra ya frágil autoestima y la tragedia del Fokker que nos acabó por convencer de que la desventura era ontológico componente de la peruanidad.
Sánchez León despliega una teoría interesante acerca del juego de toque parsimonioso, lateralizado, centrado en el vericueto, que fue marca de estilo de aquella larga y desesperante etapa. Lo identifica con la represión sexual de nuestra conservadora sociedad, incapaz de ir directamente al grano en el ámbito privado y con la incapacidad de ser frontales en los eventuales enfrentamientos con el poder. Ante fuerzas más vastas y complejas, hemos preferido palabras y conductas “ambiguas, circulares, confusas”. Han pasado tres décadas desde la publicación de estas crónicas y podemos concluir en que muchas cosas han cambiado, especialmente entre los más jóvenes, quienes no experimentaron el holocausto de los ochenta y la paz de los cementerios de los noventa. Pero hay otros aspectos cuestionables que permanecen, invencibles, dentro de nuestra forma de ser y encarar los desafíos. Christian Cueva es el portador de lo más excelso y lo peor de esa circunstancia. Quizá por ello lo queremos tanto.
A pesar de todo, el agradecimiento por las glorias pasadas no se apagó nunca, ni siquiera cuando la oscuridad que nos envolvía no daba alternativas ni tregua. “Padre nuestro”, el sentido libro de crónicas de Miguel Villegas sobre Lolo Fernández es quizá la demostración más tangible de gratitud ante un incuestionable símbolo del fútbol peruano –independientemente de camisetas y pasiones particulares– al que el grueso de sus admiradores nunca pudo ver jugar: no conozco mayor fe que esa. Villegas traza los rasgos de esa pasión a través de cinco textos escritos con elegancia, investigación y una rara capacidad para conmover al lector.
Porque Villegas nos habla de un futbolista que resulta más que un señor ungido como cañonero eterno. Lolo Fernández en este libro significa motivo de entendimiento y comunión para un amplio conjunto humano que lo recuerda a través de anécdotas, testimonios de parte y entrevistas en que historia grande y memoria íntima se conjugan con precisión. Quizá el pasaje más hermoso del volumen sea aquel en que un grupo de barristas visita en la clínica a un Lolo ya sumido en Alzheimer y le ofrecen un homenaje que la leyenda no puede entender ni percibir. No hay que ser hincha de Universitario para emocionarse con esa imagen. Ese es el gran triunfo de este libro.
Abelardo Sánchez León. “La balada del gol perdido”. Peisa, 1998. 221 pp.
Miguel Villegas. “Padre nuestro”. Hualcará editores, 2015. 130 pp.
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