Empecemos por el Título: “Brevetes de Historia Universal del Perú”. Por “Brevete”, el escritor peruano radicado en Sevilla nos recuerda que se trata de un peruanismo: “Somos el único país que llama así a la licencia de conducir”, afirma. Se trata de una palabra eliminada de los diccionarios actuales, pero en los más antiguos encontramos su definición: la etiqueta que se colocaba encima de los expedientes legales, donde se resumía lo que había dentro del legajo. Quién sabe por qué, la palabra terminó dentro de las billeteras de los conductores nacionales.
Pero para los que habían estudiado por separado ambas asignaturas, ¿Qué ha querido decir el autor de “Un milagro informal” con la frase “Historia Universal del Perú”? Pues se trata de la intención del escritor de precisar el lugar del Perú en el mundo, aportando una colección de personajes y hechos de nuestra historia que dialogan con otros acontecimientos o personajes similares en el planeta. “Lo que uno descubre cuando pasa tiempo fuera del país, es que verdaderamente la historia de nuestro país reclama un lugar en la historia universal. Como la poesía de Vallejo forma parte de la poesía universal, o la música andina parte de la música universal”, explica Iwasaki en esta entrevista vía Zoom desde su estudio en Sevilla.
“Brevetes de Historia Universal del Perú” no es un libro escrito para conmemorar el Bicentenario. Sin embargo, toda nuestra historia fluye en él sin intenciones pedagógicas. Más de un ventenar de textos breves, libres y literarios, donde Fernando Iwasaki despliega su mirada de narrador pero también de historiador, visibilizando a los personajes antes invisibles de nuestra historia. Eso es, al final, el “Brevete”: Una historia breve cuya cortedad basta para revelarnos la gesta de un peruano. Y eso lo convierte en un libro imprescindible.
¿Qué investiga el historiador y qué busca el escritor cuando aborda el género del “Brevete”?
Comencemos por un tema de forma: “Brevete” es una palabra que un peruano va a entender perfectamente. No podría llamarlo “micro relato”, pues estos textos no son ficción. Se trata de reescribir una historia ya conocida. Este no es un libro que yo haya publicado pensando en un lector español o latinoamericano. Siempre tuve en mente a un lector peruano. Por eso no quise hacer concesiones ni explicar expresiones de nuestra habla, ni informar a un lector extranjero quién es el Inca Garcilaso o quien era Cahuide. Nosotros sabemos quién fue José Olaya, cosa que no tiene por qué saberlo un mexicano, un colombiano y mucho menos un español. Así, este es un libro que quise escribir desde la libertad de saber que no tengo que dar explicaciones. Puedo emplear peruanismos, puedo hablar de nuestra historia sin tener que estar explicándola a los neófitos.
Pero luego está el tema de fondo: Quería ser capaz de rescatar una serie de personajes que, en el momento más trascendente de sus vidas, nos pudieron transmitir un mensaje corporal, carnal. Siempre me ha parecido que los héroes son rehenes del mármol, del bronce, de la piedra. Lo que les falta es la piel, la carne, el hueso. Para mí, era muy importante que estas historias apelaran a estos rasgos profundamente humanos, que nos acerquen a sus tribulaciones. Por eso las historias tenían que ser muy breves, como una aguja que te clavan en ese momento y que te toca un punto vulnerable.
He leído cada uno de estos textos como la sinopsis de una gran película o la semilla de un novelón. Cada personaje está guiado por un gran propósito, aunque, como tú revelas, estos no tienen que ser patrióticos: En el caso de Cayetano Quiroz, su sacrificio al pelear con San Martín tiene que ver con garantizar la educación de su hijo; Daniel Alcides Carrión se sacrifica buscando una beca de estudios o María Parado de Bellido, fusilada por defender la tierra de sus hijos. ¿Cuáles son los verdaderos propósitos de nuestros héroes?
Cuando tenemos un héroe, y en el Perú tenemos muchas figuras heroicas, el problema está en la historia que narra su acto de heroísmo. Si la narración es grandilocuente y ampulosa, lo deshumaniza. Y a mí lo que me interesaba era devolverles la humanidad. No he tratado de no ocuparme de los grandes nombres, no escribo nada de Miguel Grau, o de Francisco Bolognesi porque son figuras sobre las que sabemos mucho. Querer sacarlos de sus espacios simbólicos no tenía ningún sentido. Y como no puedo agregar nada a lo que ya sabemos, pues preferí hablar de otras figuras que estuvieron en los mismos escenarios pero ocupando un segundo o tercer plano. Desde ese punto de vista, era mucho más sencillo hacer el retrato humano, la instantánea de esos hombres y mujeres en momentos trascendentales.
Tomemos por ejemplo la frase de Micaela Bastidas: “Ya no tengo paciencia para todo esto”. Comúnmente la asociamos a su resistencia contra la tiranía española, pero en verdad se trata de un reproche a su esposo por su comportamiento, en una carta donde lo deja como un pésimo estratega. ¿Cuán mal hemos entendido las conductas que mueven a nuestros héroes y heroínas?
La figura de Túpac Amaru II es rica y poliédrica. Es un personaje que te permite tratarlo desde diferentes puntos de vista. La mirada de Micaela Bastidas me parecía esencial porque ella era verdaderamente una líder. Y esto uno puede verlo en los libros que recogen toda la documentación de la rebelión. Ella era la que estaba permanentemente dándole ánimos a José Gabriel, a “Chepe” como le llamaba, para que tuviera la iniciativa, para que mantuviera una conducta a la altura de las circunstancias. Y esa frase, que es un reproche, no solo puede serlo por ser un mal estratega. Tiene toda la pinta de haber sido un reproche por haber sido un mal marido. “¿Qué has hecho en Yauli? Te paseabas, y te pavoneabas, perdiendo el tiempo”, le dice. Hablaba como una mujer herida. A mí me interesaba muchísimo escribir sobre esa herida y su desenlace en la Plaza de Armas del Cusco. Yo no puedo demostrar que lo perdonó, pero sí puedo imaginar que, en esos momentos en que enfrentas a la muerte, cuando has visto morir a tus hijos, una mirada de Micaela a José Gabriel podía darle la fuerza necesaria para enfrentarse al sacrificio. Y es absolutamente verosímil suponer que ese tipo de situaciones se dieron. También escribí algo sobre Fernando, el hijo menor de los Túpac Amaru…
Condenado a la cárcel a los 10 años...
Era un niño cuando lo trajeron a España. Vivió naufragios y fue un joven muy desgraciado. Murió enloquecido, en una profunda depresión en Getafe, en una suerte de cárcel religiosa a las afueras de Madrid. Siento que lo que buscan estos textos es iluminar un momento en un personaje de la historia peruana y ofrecernos la imagen de un tiempo, que nos permita verlos como seres humanos que sufrían, que tenían miedo, que eran vulnerables. Si nosotros los deshumanizamos y los acartonamos y los convertimos en bustos de bronce, es imposible sentir su carnalidad.
También deshumanizamos a los héroes cuando los privamos de su edad. Tú te acercas a ellos recordando siempre que se trata de personas que perdieron sus vidas muy jóvenes.
Tú has mencionado a Daniel Alcides Carrión, uno de los personajes que más hemos recordado durante la pandemia y el confinamiento. Su figura es heroica porque está asociada a una enfermedad, siempre lo hemos visto como un médico que se sacrifica para encontrar una vacuna a la verruga peruana. Verdaderamente, la vacuna no se encontró tras su muerte. Pero lo más importante es que tenía 26 años. ¡Era jovencísimo! Estaba en el último año de su carrera, no llegó ni siquiera de defender su tesis. Fueron sus compañeros los que le asistieron hasta el final. Yo dejo hasta allí la información para que el lector luego pueda ver en la historia y juzgue lo que ocurrió en verdad. Fue una historia tremenda. Como él, muchísimos personajes de la historia del Perú murieron muy jóvenes. Son personajes que tienen la edad de mis hijos o aún menores. Melgar muere con 24 años, Javier Heraud murió con 21. Tenemos a Alberto Flórez Galindo, que murió a los 40, igual que Sebastián Salazar Bondy. Y Mariátegui con 35. Creo que contemplar a estas figuras con la distancia que te da la edad es algo sobrecogedor. No los puedo leer como los leía cuando yo mismo tenía veintitantos años. Ahora mi admiración es mucho mayor por todas estas figuras. La vida fue muy cruel con ellos. A pesar de lo poco que vivieron, nos dejaron muchísimo.
En tu libro se aprecia la seriedad de la investigación, pero también podemos decir es que resulta muy divertido. No puedo sacarme de la cabeza el caso de Pedro de Peralta, un hombre enciclopédico que se puso a investigar cómo bautizar a los siameses de dos cabezas, en cuál de ellas, científicamente, debía aplicarse el agua bautismal. ¿Es un símbolo para imaginar donde los peruanos tenemos la cabeza?
Una de las historias de este libro hablo también del Capitán Domingo de la Carrera, que murió en un ataque pirata y cuya cabeza fue enterrada en Huaura y el cuerpo en Huacho. Entonces las dos parroquias empezaron a disputarse legalmente por cual debía beneficiarse de su herencia. Finalmente la justicia falló por la iglesia de Huaura, donde estaba la cabeza, porque era el lugar donde le bautizaron con agua bendita, un razonamiento muy barroco. Claro, si nosotros valoramos la cabeza porque es el lugar del pensamiento, estaría muy bien. Sin embargo, de pronto la estamos valorando todavía porque fue el lugar donde cayó el agua bendita. Y ese sería el razonamiento equivocado. El lugar de la cabeza es lo de menos, comparado con lo que debería ser el conocimiento, la sensatez, lo que muchas veces nos ha faltado. No hemos tenido la templanza suficiente como para razonar y tomar decisiones oportunas.
Quizás eso es lo que explica el mal comportamiento de los limeños frente al resto del país: nos seguimos creyendo la cabeza bautizada del país.
Absolutamente. Algo que he querido que el libro reflejara es que sus historias no transcurren solo en Lima. He procurado que toda la diversidad del país esté presente. Durante 200 años, hemos pensado que teníamos la cabeza en un sitio, y no era tal.
Resulta muy extraña la manera en que algunos peruanos consiguen alcanzar la posteridad mientras que a otros se les niega la entrada en la historia. ¿Quién decide, por ejemplo, que Las hermanas Toledo, capaces de destruir un puente para salvar a su pueblo del ejercito realista, no formen parte de nuestra historiografía? ¿Por qué tuvo que ser un investigador estadounidense el que nos diga que Martín Chambi es un maestro cuando fue su esposa la que protegió su legado?
Lo mismo pasa en España. Aquí la gente todo el día se queja de que tiene que venir la mirada de un norteamericano, un francés o un alemán para darle valor a algo local. No sé si es una cosa propia de los países hispanohablantes. Pero centrándonos en el Perú, está claro que tanto las hermanas Toledo como Martín Chambi no eran limeños, estaban lejos de cualquier centro de poder, no estaban tampoco en la lengua española, y al final eso les aleja de la mirada consagradora de Lima. El caso de las hermanas Toledo es muy triste: están en nuestros libros de historia, se les considera precursoras de la Independencia del Perú, pero hay un dato inexacto, pues se habla de condecoraciones y de pensiones vitalicias y yo no he encontrado pruebas de ello. Es más, sabemos que huyeron a la selva y que no volvieron. Ni siquiera sabemos si sobrevivieron. En cualquier caso, cuando cortaron las amarras de aquel puente para evitar que pasara el ejército realista, no era para luchar por la Independencia, sino para que no las violaran. El ejército realista cometía atropellos tremendos. De hecho, mataron a todos los ancianos que no pudieron evacuar el pueblo. La angustia de saber que iban a ser ultrajadas y torturadas les llevo a destrozar probablemente con las uñas y dientes las cuerdas del puente, más anchas que un brazo.
En uno de los primeros textos del libro, especulas de un posible encuentro entre Cervantes y nuestro Inca Garcilaso. ¿Cuán posible crees que resulte esta hipótesis?
Cervantes pasó en Montilla un par de meses, en la época en que Garcilaso radicaba allí, antes de asentarse en Córdova. Alrededor de 1590, Montilla era un pueblo próspero, productor de vino, y por eso Cervantes ambientó allí “El coloquio de los perros”. El que descubrió la presencia de Cervantes en Montilla fue Raúl Porras Barrenechea, estableciéndose allí para investigar en los protocolos y tratar de descubrir la casa donde vivió el Inca Garcilaso. Porras descubrió además que el Inca, cuando vivía en Montilla, fue padrino de bautizo de más de 100 niños del pueblo, es decir que allí había dinero. El inca era un hombre generoso y rumboso. ¡Además tenía libros! De hecho, el investigador y filólogo José Durand descubrió y estudió en el testamento de Garcilaso su biblioteca. Por lo tanto, si Cervantes pasó por Montilla y ya sabemos que era un hombre de letras, (ya “La Galatea” estaba en circulación), y en Montilla estuvo un par de meses, un pueblo de pocas manzanas, de las cuales cuatro son conventos, y se entera que allí vive un hombre con biblioteca y que paga los bautizos y viene de un territorio extraño, no me parece inverosímil que Cervantes haya sentido la curiosidad de conocerlo. Es más, sabemos que Cervantes leyó los “Diálogos de amor” de León Hebreo, en la edición que tradujo el Inca. No diré que Garcilaso le regaló a Cervantes uno de sus libros autografiado, pero sí que ambos hablaban toscano, lo que hoy conocemos como italiano. Entonces, me parece posible que en dos meses, si tú escribes y te enteras que allí vive un colega, y ninguno de los dos es cura, lo visite. Lo tienes muy fácil, solo tienes que llegar y tocarle la puerta.
Finalmente, uno podría decir viendo la coyuntura política, que la historia del Perú es la de un hundimiento permanente. Sin embargo, el texto más optimista de tu libro nos habla del inglés Peter Dennis Daly, el residente en el Perú que fue parte de los pasajeros del Titanic que logró sobrevivir. ¿Es para ti un símbolo de cómo salvarnos del hundimiento?
Hay que recordar que, en los libros oficiales, cuando se habla de los sobrevivientes del hundimiento del Titanic, se nos dice que el señor Peter Dennis lo que hizo fue bajar a su camarote, cambiarse, proteger sus documentos, salir a cubierta y tirarse al agua helada porque no entraba en los botes salvavidas, y lo recogieron allá abajo. Pero los hijos, cuando declararon a la prensa muchos años más tarde, lo que dijeron fue que su padre, al subir a la cubierta, recordó que tenía unas estampitas de la virgen del Rímac y bajó corriendo para meter a la virgencita en el pasaporte. Yo creo que, al final, seguimos dependemos de la virgencita.
Y de saber nadar, también…
Y de saber nadar sí, pero la virgencita es muy importante.
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