Es la noche que uno nunca quisiera vivir. A mitad de una fiesta de matrimonio en las afueras de Lima, suena el teléfono del protagonista. Una lejana voz de mujer se clava en su cráneo: su hija ha sufrido un accidente y está en el hospital Casimiro Ulloa. Y se pierde la llamada. Son esos momentos los que parecen abrir a quien los sufre una dimensión paralela. Si bien dicen que uno puede ver pasar su vida en el instante previo a la muerte, es también mucho lo que puede rodar en la cabeza mientras se emprende el camino a un distante nosocomio. Uniendo el punto A con el punto B, “Treinta kilómetros a la medianoche”, la más reciente novela de Gustavo Rodríguez, se encierra en un auto para correr en clave de auto ficción. Así, mientras el lector cuenta los kilómetros que faltan para llegar, el protagonista hace lo propio con su propia historia, sumándole sus miedos de padre y angustias masculinas, además de recuerdos, ideas absurdas, ilusiones y contradicciones. El trayecto de una ciudad resulta para el escritor un profundo depositorio para la memoria.
Quería preguntarte primero por la naturaleza de la anécdota que abre la novela: ¿Hablamos de una noche real en la que tu hija corrió peligro o es un recurso inventado como buen pretexto para abundar en tu memoria?
Es lo segundo. Nunca he tenido una noche como esa. Aunque no me considero un escritor de auto ficción, aquí si cometo una trampa: dentro del caballo de Troya de una aventura nocturna, aprovecho para depositar muchos recuerdos, propios y de mi generación, ligados al crecimiento explosivo de Lima, la ciudad donde me crié. Si al inicio he usado mi vida para intentar entender el pasado, últimamente uso alter egos en situaciones que no me gustaría vivir en la vida real, quizás para protegerme o imaginarme de antemano en ellas.
Cuando hablas de “Una aventura nocturna”, inmediatamente salta el recuerdo del cuento homónimo de Ribeyro, sobre los limeños y sus comportamientos nocturnos. También podemos remitirnos a “Conversación en la catedral”, que totaliza una visión de época sobre la mesa de un bar. Incluso incluyes en la novela referencias a Oswaldo Reynoso, a manera de homenaje. ¿Son diálogos conscientes con estos autores o es imposible dejar de citarlos cuando profundizamos en la ciudad?
El único diálogo consciente que me propuse fue conmigo mismo, mientras estoy solo con mis tribulaciones. Yo soy un animal que escribe, soy muy intuitivo, no sé a qué tradición le hago el homenaje. Todas esas referencias que mencionas deben estar en lo mío, pero añadiría otra literatura que escapa del radar de las páginas culturales: las actuales series de “streaming”, que para mí son el equivalente actual de las novelas por entregas del siglo XIX. De ese conglomerado de estímulos he podido reunir, con una técnica que sí es adrede, este relato ficticio que ojalá parezca real cuando el lector esté en él.
Pienso en el Señor Hitler, el chofer del protagonista. No es coincidencia citar los relatos de Ribeyro y Vargas Llosa. En ambos, un “zambo” con experiencia de barrio se convierte en compañero de ruta.
Allí hay un vínculo que no había visto, la verdad. Creo que es imposible no escapar de eso viniendo de una clase media que raspaba, como era la de mi familia paterna y que, de pronto, con el tiempo accede a una clase media más privilegiada. Digamos que eso jamás va a escapar de mi literatura. Siempre voy a encontrar personajes que pongan en juego esas relaciones.
Te preguntaba por estos referentes literarios pensando en tu propia agenda de escritor: ¿Cuán consciente eres del papel de escritor realista, relacionado con la realidad peruana, que asumes al denunciar o explicar los cortocircuitos de nuestra sociedad?
Soy un ciudadano preocupado que escribe. Pero, con el tiempo, aprendí a no darme tanta importancia ni a mí ni a la literatura como agente de cambio. Puede ser más aleccionador dejar preguntas o situaciones curiosas en la mente de la gente que desarrollar proclamas. Hace tiempo perdí esa ingenuidad. No es la labor de la literatura inculcar mensajes u ofrecer respuestas, sino más bien generar preguntas. Ni yo mismo sé si tengo una “agenda”, no lo tengo claro. Solo aspiro a que lo que escriba genere tensión primero, identificación quizás, y finalmente reflexión. En ese orden. Cambiar mentalidades es algo que escapa totalmente a mi ejercicio.
Hay una situación presente en todas tus novelas: la presencia del automóvil. Tus personajes pocas veces caminan, siempre están en sus autos, manejando. Es dentro de ellos donde fluyen diálogos y reflexiones. En esta novela, ese recurso se radicaliza...
(Ríe) ¡Qué curioso! Quizás eso tiene que ver con que yo provenga de una generación para la que el automóvil era el estúpido símbolo de estatus. Te confieso que, además de esa influencia, siempre he tenido el recuerdo de lo que me influyó un filme que vi de chico: “La soga” de Hitchcock. Siempre me pareció muy interesante que toda su acción ocurra en el mismo cuarto. Alguna vez pensé escribir una obra de teatro que ocurra por entero en un ascensor, pero nunca se me ocurrió cómo hacerla. En esta novela, el auto funciona como un ascensor averiado, una cápsula donde se condensa la desesperación del momento, pero que también sirve como máquina del tiempo. Recorrer una ciudad con esa intensidad es el sueño de cualquier físico: es la posibilidad de cruzar el espacio y el tiempo.
Trabajar el tiempo psicológico, aquel que sucede dentro de nuestras cabezas, te permite desarrollar toda una novela que ocurre en un viaje de poco más de una minutos, entre Cieneguilla y Miraflores.
A mí siempre me ha fascinado la confrontación del tiempo cronológico con el tiempo psicológico. El tiempo real y el que ocurre en la mente. Cuando era chico, leí “El puente sobre el río del búho” de Ambrose Bierce, un gran ejemplo de cómo jugar con ambos tiempos. Siempre me había llamado la atención, pero nunca tuve la oportunidad de plasmarlo con el acelerador a fondo. Creo que esta novela es mi ejercicio definitivo sobre el tema.
Esta obsesión por los autos es curiosa, porque en tu historia personal siempre has hablado del hecho de que llegaste a Lima muy joven desde Trujillo, montado en la tolva de un camión.
Sí. Una porción del viaje, desde antes de Pasamayo, más o menos. Cada uno se arma una narrativa para sentirse especial, y ese episodio me gusta contarlo Cuando era joven me generaba pudor, pero a partir de los 30 años me causa orgullo. Lo usé en “La furia de Aquiles”, mi primera novela, y quienes me conocen saben que ese libro tiene mucho de autobiografía. Mis novelas tienen muchos episodios sobre ruedas, en efecto.
Un tema clave en esta novela tiene que ver con la deconstrucción de la masculinidad. ¿Cuán importante es esta intención en tu literatura?
Es verdad, digamos que es el tema más claro en esta novela. En mis primeros libros trataba de mostrar cómo cambiaba mi percepción del mundo en mi posición de hombre latino en relación con mis parejas. De un tiempo a esta parte, desde que mis hijas son grandes, me preocupo por analizarlo desde mi posición de padre. En un país como el nuestro, apenas sus hijas empiezan a salir a fiestas. Todo padre empieza a preocuparse, a hacerse preguntas, a ponerse en el peor de los lugares. Y esta novela es una manera de ponerse en el peor de los lugares.
“En un país como el nuestro, todo padre que tiene hijas que empiezan a salir a fiestas, empezará también a preocuparse, a hacerse preguntas, a ponerse en el peor de los lugares”.
A veces el cerebro funciona de formas absurdas y vergonzosas. Por ejemplo, mientras el protagonista está en camino al hospital para ver a su hija, está pensando en la posibilidad de encontrarse luego con su amante. ¿Cómo funciona el cerebro masculino del peruano promedio?
(Ríe) Creo que funciona con sesgos típicos. Primero, qué tan bien está quedando con respecto a la clase a la que pretende aspirar, que tan macho se ve…
Es decir, oportunista y profundamente inseguro.
Y sí, el hombre peruano es inseguro, machista, siempre tratando de calzar en la mirada de los demás.
En la novela, una de las formas en que el protagonista empieza a entenderse es revisando su relación con su padre. ¿Ese es un camino más directo para reflexionar sobre nosotros mismos?
Creo que sí. Antes de escribir esta novela, hice muchos ejercicios sobre la relación de hijos y padres. El ser humano lleva a todas las instancias de su vida los cimientos de la familia, la primera organización que conoció. Todas esas interacciones nos acompañan inconscientemente a lo largo de nuestra vida. Cómo fueron tus padres entre ellos y contigo definitivamente marcan la forma en que enfrentas al mundo. Cuestionar las figuras patenas y maternas ayudan a iluminar tu conducta actual.
Otro aspecto importante en la novela es describir al detalle los vómitos y el acto de defecar de los personajes. ¿Lo grotesco de las funciones corporales te sirven para hablar de una realidad igualmente desagradable?
Las escenas escatológicas fueron parte de una decisión muy racional. Esta novela expone el funcionamiento de una mente durante una hora y 15 minutos. Y si quería hacer esto creíble, no podía censurar los pensamientos que atacan a una persona en una situación de extrema ansiedad. Los últimos descubrimientos científicos señalan que el cerebro y los intestinos están íntimamente conectados. Hay neuronas en ellos. Yo no podía dejar que los intestinos no sean una proyección del cerebro del protagonista en medio de su viaje. De hecho, en una de las primeras revisiones uno de mis primeros editores me sugirió revisar esas partes, pero me negué. Sentía que perdían su espontaneidad.
La única escena propia de la coyuntura política presente en la novela es el momento en que Alan García pide asilo en la embajada de Uruguay ¿Por qué escogiste ese escándalo político entre nuestra tan pródiga coyuntura?
Por fortuna, no intenté que esta fuera una novela política. Ese es el drama de los escritores que quieren mantener cierta actualidad política: la ficción en tiempo real de la política peruana siempre será más dinámica e interesante que cualquier obra literaria que intente representarla. Mal que bien, tengo que reconocer que por más críticas que hayamos hecho a los políticos del pasado, sí se extraña la existencia de una carrera política en el Perú. Ante el vacío actual, finalmente los que llenan ese espacio son improvisados mercantilistas a los cuales resulta imposible seguirles el paso. Antes decíamos “roba pero hace obra”, hoy la gente roba y no hace nada más que eso. Estamos en la degradación de la degradación.
VIDEO RECOMENDADO
TE PUEDE INTERESAR
- “Love, Death & Robots” regresa a Netflix: ¿De dónde proviene su pesimista visión del futuro?
- Entre Maradona, Warhol y Tilsa Tsuchiya: así funcionan las millonarias pujas en las casas de subastas
- Cholo terco: un nuevo centro cultural nace en el corazón de Barranco
- Patrick Stewart en “Doctor Strange 2″: el regreso del maestro de los héroes
- “La miseria del Perú tras la independencia no era muy distinta a la de España una década después”
Contenido Sugerido
Contenido GEC